2008/12/25

LA ARISTOCRACIA DEL CORAZÓN

POLLUELOS EN UNA TORMENTA DE NIEVE

La aristocracia del corazón no cotiza en bolsa ni preocupa a los brokers, a los ejecutivos o a los dirigentes políticos. En el ránking mundial de valores ocupa el lugar maldito de las frases hechas y las buenas intenciones sin precio de mercado.

Quienes la practican no desprecian el valor del dinero, pero tampoco sacrifican su vida por él ni son capaces de actuar con usura o ventaja para conseguir beneficios. Saben que todo en la vida es fugaz y que son muchas las cosas que no se pueden comprar. Practican extraños ejercicios de altruismo y generosidad para intentar transformar su pequeño mundo, pues saben que en realidad no son dueños de nada, pues lo que poseen hoy no será suyo por mucho tiempo.

Aristócratas del corazón trabajan en las residencias de ancianos, en las administraciones públicas, en los supermercados, en la construcción de edificios, en las cárceles o en las industrias de armamento, en los quirófanos y en las salas de moribundos o son vagabundos o aventureros sin hogar conocido. En esos cometidos desempeñan a menudo funciones perversas o carentes de lógica, encomendadas y supervisadas por otros, pero las hacen distintas con su sola presencia, como druidas que practican sortilegios con briznas de hierba.

Creen en la belleza del mundo, en el equilibrio de las especies y las razas, en la infinita variedad de los colores, en las múltiples caras del Tao, en la bondad y en la crudeza inmisericorde de la vida, en la justicia y en los rayos de luz que, en las situaciones más difíciles, consiguen filtrarse entre la niebla.

Los aristócratas del corazón no se reconocen como miembros de esta estirpe distinguida. A menudo se ven a sí mismos como simples plebeyos desastrados, y ceden el paso ante los que creen ser marqueses, duques o príncipes, tratándolos con amabilidad y respeto, como los caballeros secretos de una humilde orden de magos.

2008/12/17

ZOHRA

CAROL BLOCK (Blowing Bubbles)

Desde hace unos años, la vida de Zohra es un juego alegre, casi sin interrupción, a la espera de que el juguete, ella misma, caiga definitivamente y se haga trizas contra el suelo.

Zohra tenía solo veinte años cuando se casó. Tuvo un hijo, Kalu, y poco después se separó. La muchacha intentó encontrar nuevamente un hombre que diera sentido a su vida. Hoy, desengañada, cree que es inútil buscar la razón de vivir en otra persona. Conoce hombres, comparte sus camas, sus momentos de felicidad y sus preocupaciones, llega a vivir con ellos, y tras un tiempo, rompe la relación e inicia otra nueva con alguien que consiga prender en sus ojos un destello de alegría.

Zohra nunca ha dejado de trabajar. Pasó quince años como ayudante en una oficina de arquitectura, hasta que, de repente, decidió abandonarla. Hoy, a los 42, cambia frecuentemente de ocupación. Así conoce gente distinta y explora las múltiples aristas de la antigua maldición bíblica que nos condena a tener que buscar el sustento.

Mientras Kalu era un niño Zohra apenas pudo viajar. Hoy hace cinco o seis viajes al año. Ha estado en Bostwana, en Irán, en Nicaragua, en Nueva Zelanda. Conoce Nueva York, Varsovia, Helsinki, Calcuta, Atenas e infinidad de otras ciudades de varios continentes. Practica el montañismo, y asciende las cumbres más altas de cada país que visita. También le gusta el mar y el buceo. Recorre las islas del Mediterráneo, Corfú, Creta, Malta, Chipre o Cerdeña, pero rara vez regresa a un mismo lugar.

Zohra ha descubierto aficiones perdidas, placeres desconocidos. Acude a bailar, toca música, lee, colecciona amigos de todo el mundo. Cree que cualquiera que conoce le supera en algo. Es cierto que hay personas perversas, enmarañadas o esquivas. A esos los deja de lado. Pero una mayoría de la gente es cooperativa y de buenas intenciones. Zohra lucha por mantener el contacto con ellos, por tejer una red de amistades indestructibles con los seres que han pasado por su vida y le han ayudado a construir su destino, a pesar de que a veces se encuentren separados por miles de kilómetros, y recibe frecuentemente postales, cartas, correos electrónicos o llamadas inesperadas.

En cualquier momento, en un aeropuerto perdido, en mitad de su jornada laboral, caminando por la calle o en brazos de un nuevo amante, su vida terminará. Entonces el espíritu de Zohra tal vez vuele, conducido por pequeños pájaros blancos, al lugar de donde llegó al mundo, a un lejano país sin dolor, a un universo hermoso y transparente.

2008/12/03

HUELLAS DE PÁJARO

ÁLVARO REJA

Genji mira a todos con ojos aviesos, como si buscase la oportunidad de devolver antiguas ofensas. Cuando camina, deja huellas de pájaro en el piso de su calle, en las tiendas, en los cuartos que recorre cada día, en las casas de sus conocidos, en los bares, en los lugares de apuestas y citas clandestinas.

Cada vez que descubren sus huellas muchos pierden el tiempo tratando de averiguar qué clase de pájaro fue a visitarlos o a qué especie animal, aérea, acuática o terrestre pertenece ese muchacho extraño.

Días después, en la habitación número nueve del burdel que visita con frecuencia aparece el cadáver de un hombre. Huellas de pájaro vienen y van desde el cuarto donde acudía en busca del amor o el destino. Las muchachas recuerdan los extraños pasos de Genji y acuden a denunciarlo. En el patio de su casa de tejados rojos, situada en una de las calles más oscuras del puerto, los gendarmes lo interceptan, acusándolo del terrible crimen.

Él permanece mudo. Su abogado exhorta a la razón del jurado, formado por devotas esposas y por hombres que visitan secretamente los prostíbulos. “Hay muchos hombres y mujeres que dejan a su paso huellas de pájaro”, argumenta el letrado, “hay entre nosotros hombres-búho, cárabos, azores, vencejos, mujeres-urraca. Las huellas por sí solas no son prueba suficiente para decidir con justicia”.

Muchos quieren que muera, pero al final se condena al muchacho a diez años de exilio. Un avión militar lo traslada a una isla abandonada del Atlántico, muy cerca del Trópico. Genji aprende el idioma de los nativos. Una mujer de la isla le pide que sea su hombre y que viva con ella. Construyen una chabola junto al mar donde crecen sus polluelos, niños indígenas de ojos escrutadores y abiertos, con pequeños pies de pájaro.

La mirada aviesa de Genji se vuelve dulce y cariñosa. Cuando, transcurrido el tiempo de su pena, vuelve un avión a buscarlo habla en voz baja con los guardias. Les dice que no quiere regresar al lugar que hechizó su infancia y envenenó su mirada. Poco después, desde su humilde hogar, observa feliz como el aeroplano alza el vuelo, dejando diminutas volutas de fuego sobre el mar.

2008/11/27

INICIACIÓN A LA COCINA ASIÁTICA



Mi amigo Théo se aburrió un día de la vida insípida que llevaba, que es poco más o menos la vida que todos llevamos y se fue a vivir a Islandia, donde le habían ofrecido trabajo en una factoría de pescado. Desde allí me mandaba cartas ocasionales y me hablaba del país, que le gustaba mucho y de las mujeres que iba conociendo, como resulta habitual entre hombres.

Su primera novia fue una muchacha sudafricana, de raza negra, que trabajaba en su misma empresa pesquera. Cuando la chica volvió a su país, un año después, en lugar de buscarse una mujer nórdica, rubia y de piel blanquísima, empezó a salir con Midori, una japonesita de veintiún años.

De vez en cuando Théo volvía a casa, y pasaba una o dos semanas visitando a sus padres y quedando con sus viejos amigos, como yo. Nunca vino con Midori, pero la última vez, organizó en mi casa una cena asiática con platos que había aprendido a hacer durante su convivencia con la muchacha.

Tengo un mal recuerdo de aquella noche. Cenamos sashimi, sushi, sukiyaki, pollo yakitori, tofu, tortillas dashimaki, algas variadas y otras delicias niponas. No pude con el sashimi, y a mitad de la cena salí a vomitar. Desde entonces no soporto el pescado crudo, y la sola visión de los rollitos de sushi me produce náuseas.

No sé nada de Théo. No lo he vuelto a ver en los últimos años. Un día me encontré con sus padres, que me dijeron que vivía en Kioto. No sé si sigue con Midori, si es feliz o no, si tiene hijos de ojos rasgados o practica el zen, el aikido o la ceremonia del té. Solo me acuerdo de él de vez en cuando, absorbido por la vida aburrida e insulsa que, a quienes seguimos aquí, nos parece la mejor de las posibles.


2008/11/23

EL DECIDOR DE VERDADES

CLAUDIO BRAVO

El Decidor de Verdades cree que abrir en par los pensamientos es un privilegio al alcance de pocos. No calla nada, sin importarle ante quien se encuentre, pero nunca habla con ánimo de ofensa o de injuria. Simplemente persigue ser quien es, sin traicionarse a sí mismo. Los demás, sin embargo, renuncian de buen grado a ese privilegio, y practican a cada instante la murmuración y el fingimiento. Cuando ven al Decidor, cambian su rumbo para que no les cuente, el muy insolente, la verdad de su presente ni consiga desvelar lo que ocultan ante todos.

El Decidor de Verdades es también adivino y vidente. Conoce lo que nos va a traer el porvenir porque sabe que el futuro no es más que una extensión del presente. El destino no está escrito, pero lleva un camino que nosotros decidimos a cada instante. Si conociéramos mejor nuestras inercias, nuestras trampas mentales, si analizáramos nuestro viejos estereotipos, arcaicos e inservibles, aún cabría la posibilidad de desgarrar levemente los moldes establecidos, los destinos marcados, de poner los arcanos boca arriba y voltearlos a nuestro antojo.

Los aciertos del Decidor dejan a todos maravillados, aunque él asegura que no tiene ningún don, que únicamente observa y traslada su reflexión a un tiempo que aún no ha llegado. Todo se cumple sin remedio, todo funciona como un reloj de precisión. Casi todos lo rehúyen, pero hay también quienes acuden a él, deseando conocerse en los ojos de otro. El Decidor los observa en silencio, con afecto, y antes de ponerse a hablar, con los ojos entrecerrados, dibuja en el aire hermosos signos que flotan sobre el espacio inmóvil como plumas de quetzal.

2008/08/07

HADAS DE LAS SALAS DE CIRUGÍA


Las hadas de las salas de cirugía tienen un dominio absoluto de su pequeño mundo, donde se mueven y flotan alegremente, como diosas omnipotentes. Nadie cree en ellas. Nadie les dedica ofrendas y plegarias. Ellas, unas veces compasivas y otras crueles, obran milagros y deciden muertes, infecciones, curaciones y estragos.

Antiguamente, las hadas se divertían con el óxido nitroso, provocando ataques inoportunos de risa en los pacientes o en sus cuidadores. Hoy enredan en los cuartos de esterilización, juegan con los bisturíes y con los equipos de anestesia, mueven los controles del aire climatizado, diseminan esporas y microorganismos, hacen temblar el pulso de los médicos más diestros y convierten a los torpes e indecisos en reyes del corte y la sutura.

La ciencia domina el mundo de nuestros días. No cree en lo que no puede ver, en lo que no está demostrado, pero a veces solo ve lo que quiere ver, únicamente demuestra lo que le conviene que sea demostrado. Las empresas venden y compran estudios científicos, invierten en ellos con habilidad, sesgan convenientemente sus resultados. Hoy en día nadie cree en las hadas de las salas de cirugía porque nadie puede verlas y no dan beneficios contables.

Mientras, los pacientes, tranquilos o aterrorizados, con enfermedades irrelevantes o al borde de la muerte, entran cada día en los quirófanos que pueblan el mundo. Las pequeñas hadas que habitan en ellos juegan con su salud y con sus vidas, como si en realidad nada de ello tuviera importancia. Mejoran, sanan, invalidan o a veces matan. Después, aburridas de este juego, se quedan mirando, aleteando en el aire estéril, sin querer intervenir, mientras el cirujano toma en sus manos un corazón que late vigorosamente y lo vuelve a introducir en el cuerpo que lo ha albergado desde siempre. Entonces, al ver como la vida sigue con determinación y empuje, las hadas de los quirófanos, fascinadas, agradecen ser parte de esa corriente maravillosa que fluye, se detiene y vuelve a brotar a cada instante.


2008/08/04

LA DALIA AZUL


Myumi recibió una dalia azul en su casa de Tokio. Vivía sola desde hacía unos meses y apenas se relacionaba con nadie, fuera de sus trabajos de investigación para la Facultad de Medicina.

La flor venía en una caja muy bonita, y tenía el largo tallo envuelto en un diminuto recipiente alargado, para prolongar su vida. Myumi la puso en un vaso y luego la trasladó a un viejo jarrón que limpió cuidadosamente. Así la mantuvo con vida, espléndida, durante unos días.

La dalia no llevaba ninguna tarjeta ni nada que permitiera identificar al autor del envío. Al principio la muchacha pensó que sería cosa de algún compañero de la facultad, o en último término, de algún alumno más joven que ella, aunque no creía ser de esas mujeres capaces de despertar tempestades a su alrededor. Cuando semanas después la dalia se marchitó, Myumi recibió un nueva flor, esta vez una rosa, también de color azul.

Las cosas siguieron así durante casi un año. Cada cierto tiempo, la muchacha recibía una flor, siempre azul, sin tarjeta ni dato alguno. Por fin, un día se atrevió a llamar a la floristería, que se encontraba en un barrio del centro de la ciudad. Le dijeron que el encargo se había hecho, como había pasado las demás veces, por correo electrónico, realizándose el pago mediante tarjeta de crédito. No quisieron darle el nombre del pagador, pero sí le proporcionaron, curiosamente, su dirección de e-mail, alnilam@yahoo.com, que no parecía decir gran cosa sobre su dueño. Después, ella comprobó que alnilam era el nombre de una estrella azul que brilla en el centro de la constelación de Orión.

Al día siguiente Myumi se atrevió a escribir un mensaje de correo a esa dirección. No tuvo respuesta en varios días, lo cual no pudo achacar a la lentitud del sistema de correo, sino a la discreción, la timidez o tal vez la sorpresa de su poseedor. Transcurrida una semana, recibió un correo escueto, escrito en un inglés no demasiado correcto. “Me ha sorprendido tu mensaje, pero a la vez me alegra mucho…”. Empezaba así. El misterioso remitente de las flores azules firmaba como Martín Battaglia, un argentino de aproximadamente su misma edad, que se dedicaba, al igual que ella, a la investigación biomédica. “Te conocí en un congreso, en Boston. Me llamaste mucho la atención. Yo fui solo y me senté cada día cerca de ti, sin atreverme a decirte nada. Luego ya fue tarde. Tú te fuiste a tu país y yo al mío. Pero siempre me he acordado de tí. Ibas casi siempre de azul, con tejanos y una camisa clara. Esa es la única razón del color de las flores”.

La relación se mantuvo así, en la distancia, por un tiempo. Se escribían correos electrónicos, chateaban, se veían por medio de sus web-cams, hablaban por teléfono e intercambiaban opiniones sobre su trabajo. Los dos querían ir a un próximo congreso, que iba a celebrarse en Berlín, y hacían planes para verse y pasar juntos el mayor tiempo posible.

De repente, los mensajes y las flores cesaron. Myumi escrutaba cada día su correo electrónico, esperando noticias de Martín. No supo nada en varias semanas. Cuando se acercó la fecha del congreso, la Facultad le ofreció asistir, con todos los gastos pagados. La muchacha renunció. Cuando llegó a casa vio que la última flor, una rosa azul, enviada hacía ya cuatro semanas, y que ella había cuidado con un mimo excepcional, se había marchitado. Entonces, volvió a salir a la calle, se sentó en un parque solitario y se quedó de noche, sola, buscando una estrella cualquiera, resplandeciente y anónima, entre las constelaciones del cielo.

2008/08/03

EJERCICIOS DE INMOVILIDAD


Inventamos un nuevo juego, el juego de las estatuas. Con la luz apagada, nos movíamos por una habitación bastante grande. Quien se encontraba con alguien le cogía de la mano y tras unos momentos de mutua deliberación, en completo silencio, decidían si querían seguir con el juego o dejarlo. Si ambos aceptaban, la persona que había sido contactada no podía moverse, mientras que el que lo había elegido tenía absoluta libertad para expresarse como quisiera. Podía explorar su cuerpo, podía hacer que se arrodillase o se tumbase de una forma pasiva, incluso besarle o tocar sus órganos sexuales. No había un límite, salvo por el hecho de que el que ambos podían acabar en cualquier momento con la experiencia.

Cuando descubrí el juego de las estatuas, me sentí subyugado por completo. Ese día éramos en la sala cerca de quince personas, la mitad hombres y la mitad mujeres, más o menos. De estas últimas, había dos que me resultaban bastante atractivas, y una de ellas, Isis, sencillamente arrebatadora. Al no poder ver, no sabía cuando podía encontrarme con ella. A veces me parecía que estaba cerca, y buscaba su contacto o admitía su mano cuando tomaba la mía. Pero no sabía con seguridad si había acertado. En una ocasión supe con certeza que estaba con ella, pues abrí ligeramente los ojos y la entreví en las tinieblas, pero transcurridos unos pocos segundos rehusó mi compañía.

A veces era un hombre el que se acercaba. Entonces, tras iniciar un primer contacto, rehuía mantenerme junto a ellos, a pesar de que algunos deseaban seguir a mi lado. Una vez, no obstante, me equivoqué, y quien creía que era una mujer resultó ser un muchacho.

En un caso, la propuesta llegó más lejos de lo que esperaba. Una mujer me tocó y respondí con premura. Comenzó a besarme e incluso acarició mi pene con suavidad y dulzura. Tuve rápidamente una erección. Ella siguió jugando con su mano y después me bajó ligeramente el pantalón. Me costó mantener la inmovilidad hasta que eyaculé en su boca, mientras le acariciaba el pelo largo y liso con mi mano convulsa. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido Isis.

Jugamos durante varios días más al juego de las estatuas. Algunos de los partcipantes iban y venían, llegaba gente ajena al grupo, y entonces surgían nuevos intereses, nuevas pasiones, mujeres a las que deseaba con fuerza y otras de las que huía en cuanto las reconocía por el tacto o llegaban a mí. Luego nos encontrábamos por la ciudad, o comíamos juntos con sonrisas cómplices y miradas que, al igual que en el juego, se encontraban o preferían huir.

Pocos días después me tuve que marchar. Volví a casa, a la vida rutinaria, a mi trabajo y a mis estudios ocasionales. Mi novia me esperaba en la estación de tren. Vino hacia mí y la besé largamente. En aquel momento cerré los ojos y sentí un vivísimo deseo de estar besando a Isis, la chica del juego de las estatuas.

2008/07/24

MI HERMANO SHAG


Shag y yo comemos maíz, dulces de cactus y albaricoques maduros. Luego salimos al balcón y hablamos en lenguaje de signos con nuestros amigos, que viven en los suburbios, a todos lados, en pequeñas casas destartaladas.

Shag duerme con los ojos abiertos. Para no despertarle, hablo en susurros con los fantasmas que vivieron aquí antes que yo y mi hermano. Ellos me contestan en completo silencio y ríen como pececillos asustados.

De mis ojos no sale ninguna luz, mi corazón se ha vuelto cada vez más sombrío. Me abrazo a un viejo abrigo que fue de mi padre, y la tristeza desaparece, como si nunca hubiera estado allí o como si se hubiera ido para siempre.


2008/07/22

UN MAESTRO DEL SILENCIO


Le llamaron Lucifer sin tiempo de haber sabido si sería un niño bueno o malo. Tal vez lloró demasiado en el momento de su nacimiento o mordió la mano de la comadrona con su boca sin dientes o puede que hiciera sus necesidades encima de alguna tía lejana que acudió a visitarlo.

Fue un niño sin historia. No asaltó huertos de fruta ni anduvo en aventuras prohibidas. Tampoco maldijo a sus padres ni atemorizó a sus hermanas. Tanto es así que ni él sabe con certeza si tuvo niñez o se convirtió ya de pronto en adulto.

De todos creía que eran mucho mejores que él mismo, así que trató de contentarlos a todos y escuchar qué decían. Así, de observar y de oír pasó a tener grandes conocimientos sobre el ir y venir de las cosas y a ver la vida más como es que como parece. Sin casi darse cuenta se convirtió en un maestro del silencio.

Se casó con una muchacha muy hermosa que no deseaba grandes casas o automóviles sino alguien que la quisiera y que estuviera a su lado en los momentos turbios. Después asistió al nacimiento de sus niños como quien descubre un milagro. No habló durante días, pero su mujer le sintió dentro de sí a cada momento. Sus sentidos estaban concentrados en no perder un instante de esa vida diminuta que parecía encerrar el secreto del universo.

Hoy Lucifer es mayor, casi viejo. Sin querer, se ha dado cuenta de que puede adivinar el espíritu oculto de la gente. No analiza nada, no interpreta nada. Simplemente mira y se queda en silencio. Transcurridos unos pocos segundos casi todos empiezan a hablar, como si estuvieran aguardando el instante de abrir un sendero a sus sentimientos. Él los observa y escucha, sin hacer ningún juicio. A veces les toma la mano o se apoya en el hombro de quien se encuentra a su lado, y ellos le dicen todo lo que él ya creía saber.

Lucifer ama, sufre y observa, esa es su única vida. Besa a su mujer, juega con sus niños y contempla la vida que transcurre sin pausa desde que empezaron los tiempos. Sabe que no es más que ninguno, que es, al igual que todos, solo una brizna de hierba, una chispa que prende la tierra, una tenue ráfaga de viento.

2008/07/18

EL CAFÉ DE LOS SAIDIS


Aquella tarde, después de visitar las pirámides y la esfinge, nos duchamos y cambiamos de ropa y decidimos coger un taxi para ir a Han el Halili, el mercado principal de El Cairo.

El taxista, de nombre Tamer, nos recomendó un restaurante de comida tradicional para la cena y nos propuso que después fuéramos con él hasta un lugar auténticamente egipcio, el Café de los Saidis, donde podríamos ver el conocido baile sin estar rodeados de turistas. Según nos dijo en muy buen inglés, aquel era un sitio donde solo iban los egipcios y algunos árabes llegados de países cercanos, como Kuwait o Arabia Saudí, en viaje de negocios.

Tamer era grueso y alegre. Vestía pantalones vaqueros de gran circunferencia y hablaba sin parar. Era cristiano, y no parecía tener simpatía a sus compatriotas de otras religiones. Él mismo, por sus rasgos, no parecía egipcio.

Después de cenar fuimos al lugar convenido con Tamer. Llegamos al Café de los Saidis a las diez de la noche. Era un local amplio y algo sucio, con una tarima grande para los bailarines. El café estaba lleno de gente. Muchos de ellos vestían chilabas u otras ropas árabes y los narguiles pasaban de mesa en mesa, donde los grupos los compartían alegremente. También se veían algunas mujeres aisladas, protegidas en los grupos.

Los únicos turistas extranjeros que había en el café, además de nosotros mismos, eran tres mejicanos, altos y rubios, con los que empezamos a hablar. Tenían alrededor de veinticinco años y estaban haciendo un viaje de fin de estudios que les llevaría, después de El Cairo, a Madrid, París, Berlín y Moscú. Nos sentamos a su mesa, pensando que, evidentemente, no pertenecían a las clases desfavorecidas de su país.

Poco después anunciaron la salida de los saidis. Bailaban una danza originaria del sur de Egipto cuyas raíces se perdían en tiempos muy antiguos. Los bailarines, todos hombres, llevaban largos palos con los que hacían giros y ejercicios, que recordaban movimientos de artes marciales o acrobáticas. Era un baile lleno de energía y vitalidad. Los acompañaban unos músicos que tocaban una especie de violines, un extraño cuerno y varios instrumentos de percusión.

A continuación salió un grupo de mujeres que practicaban un baile similar, aunque más delicado y gracioso. Llevaban un pañuelo amarrado a la cintura y un velo en el cabello, aunque cubrían pudorosamente su vientre.

Los jeques allí presentes, vestidos completamente de blanco, aplaudían con pasión a las bailarinas y las miraban con un deseo indisimulado. Nosotros aplaudíamos también, aunque a nuestros ojos eran gruesas y poco atractivas.

A las dos de la madrugada, Tamer nos llevó al hotel. A medida que nos acercábamos a él, las pirámides majestuosas, moradas de los poderosos faraones, parecían decirnos que todo nuestro mundo moderno, ostentoso y engreído, no significa nada, y que desaparecerá para convertirse en arena.

2008/07/10

UN PLANETA DE SIETE LUNAS


Doje, un monje tibetano, dedicado por completo a la vida meditativa y a la aplicación de las enseñanzas de Buda, afirmó haber viajado, en el transcurso de su práctica, a un extraño planeta de siete lunas. Cuando regresó de su viaje se dirigió a su maestro y le contó, sorprendido, la experiencia. Éste, Dainzin, con gran amabilidad le contestó: “en toda nuestra tradición no hay constancia de que exista un lugar así”.

Doje siguió viajando a ese lugar cada día, durante las largas horas que dedicaba a la meditación. Su cuerpo permanecía inmóvil en su lugar del templo, sin moverse un solo milímetro, sin casi respirar y sin que apenas circulase la sangre por sus miembros, pero el espíritu del muchacho se movía libremente por otro lugar que estaba habitado por almas sin cuerpo, tiernas y sabias, alegres y bulliciosas como niños. Hablando con esos seres supo que no tenían recuerdos, que no bebían ni se alimentaban jamás y que eran completamente felices, pues no conocían el dolor, la enfermedad o la muerte.

Ante la insistencia de Doje, el maestro, experto en Budismo Vajrayāna, le prohibió que hablase de nada que no fuera el samadhi o el samapātti, y le hizo prometer que dejaría de transportase a ese extraño lugar, que ponía en cuestión las enseñanzas aprendidas durante siglos y transmitidas por varias generaciones de monjes.

No obstante, Doje no pudo evitar seguir volviendo a ese misterioso planeta. Y aún sigue haciéndolo. Ha llegado a pasar allí varios días, comunicándose con sus habitantes en un lenguaje sin palabras. Cada vez le cuesta más regresar a su templo y a Lhasa, su ciudad. Sus compañeros, cuando dejan la meditación para dar un corto paseo o realizar sus frugales comidas, se acercan a él con cuidado y tocan su pelo ya crecido y sus largas uñas. A veces, incluso, dudan si llamar a un médico para comprobar que aún vive.

2008/07/08

EL OCTANDRO


Después de varios años de búsqueda, Mahin, un joven comerciante de Basora, encontró, en la tienda de un anticuario de su ciudad, el octandro, una diminuta caja mágica de ocho espículas y desvaídos dibujos, fuente inagotable de energía que resolvía todos los males y preservaba de la enfermedad y la muerte.

Pudo probar su utilidad con su padre, gravemente enfermo, que curó en pocas horas de forma milagrosa. Poco después, sin dar explicaciones a nadie, Mahin decidió abandonar su casa, donde había vivido hasta entonces. Su padre, que había sido un enfermo dulce, agradecido y cariñoso, una vez recuperado se había vuelto despótico y desconsiderado, como lo recordaba siempre desde niño. Mahin no le deseaba ningún mal, pero tampoco quería echar su vida a perder. Un día cogió las pocas cosas que necesitaba y se dirigió a Damasco.

Allí encontró toda la felicidad que buscaba. Abrió un pequeño negocio y se casó con Sheeva, una bella muchacha iraní. Tuvo tres hijos con ella, hermosos, inteligentes y amables, a la vez que expansivos y alegres, ya fuera o no gracias al poder del octandro.

La caja maravillosa ocupaba un lugar principal sobre un mueble del salón, la estancia principal de la casa, irradiando prosperidad a todos sus miembros. Un buen día, sin embargo, el octandro desapareció. Mahin, a pesar del inmenso valor que para él poseía, nunca hubiera imaginado que alguien pudiera robarla.

Desde entonces nada fue bien. Estalló la guerra en su país, Irak, y Mahin, preocupado por su padre, volvió a Basora, dejando en Damasco a su familia.

Durante dos años permaneció en un país en guerra, sin apenas contacto con sus hijos y su esposa. Salir del país era peligroso y su padre había vuelto a enfermar de gravedad, por lo que no quería dejarle solo. Los alimentos y medicinas escaseaban y Mahin recordaba cada día el octandro perdido, que hubiese devuelto a su padre la salud perdida y les hubiera procurado todo lo necesario.

Cuando al fin el padre murió, decidió volver a Damasco. Pasó innumerables penalidades para atravesar el país, controlado por patrullas extranjeras y por las milicias y facciones islámicas. Su mujer y sus hijos eran una preocupación constante. Pensaba que sin la protección del octandro estarían pasando terribles penurias.

Cuando al fin llegó a Damasco, sin embargo, encontró a su esposa y a sus hijos sanos y felices por volver a verlo. El negocio había prosperado gracias a Sheeva. Viendo que la felicidad volvía a su vida, pensó que no hay un objeto que la pueda atraer con más fuerza que el cariño y la confianza en sí mismo y la cercanía de los seres que queremos.

Desde entonces, se observa cada día en todos los demás y se recoge de noche, en la terraza de su casa, para encontrarse en las estrellas silenciosas. Mahin agradece al firmamento todo lo bueno que hay en su vida. Antes de irse a dormir habla en voz baja con su padre, al que recuerda con inmenso cariño y le pide ayuda para ser feliz. Al día siguiente, como por encanto, todo sucede a la perfección, como si una energía secreta guiara al mundo.

2008/06/28

SAPOS Y PRÍNCIPES


Hay sapos que se creen príncipes y, por supuesto, príncipes que se ven a sí mismos como sapos. No es excesivamente difícil reconocer a unos y otros. Los sapos van casi siempre en grupos de sapos, comen y beben abundantemente, se ríen y se pasan chismorreos. Demuestran una gran habilidad para juntarse con quienes, al igual que ellos, creen ser príncipes y, en general, miran con condescendencia y superioridad a los verdaderos príncipes, que se hacen a un lado para dejar pasar al séquito de sapos, envarados y orgullosos, pues desconocen su verdadera naturaleza.

Los sapos deben mucho a los príncipes, pero jamás llegarán a reconocerlo. Creen hacerles un favor con su sola presencia. Siempre hay uno o varios príncipes atentos a los deseos de los sapos, que, sin embargo nunca los admiten en sus grupos, pues un verdadero príncipe desentonaría entre ellos. Buscan incansablemente la compañía de los sapos de mayor rango, que bien por su edad o por su habilidad para sobrenadar sobre aguas turbias o claramente putrefactas, ocupan un lugar de privilegio en el escalafón de la ciénaga.

Los sapos se introducen con fervor en círculos políticos. Son habitualmente derechistas moderados o izquierdistas desteñidos, y evolucionan con frecuencia de uno a otro lugar, convencidos de abrigar las causas más justas, mientras cavilan hacia qué lado deberán inclinar sus próximos pasos, que les permitan inflarse más aún de comida y de bebida. La orondez, en general, es una característica de los sapos. Los príncipes, por el contrario, son enclenques y descoloridos y desprecian el poder y el dinero. Invitan constantemente a los sapos a pequeñas libaciones, a café y a licores que ellos mismos apenas prueban, por timidez y respeto a las jerarquías.

Es catastrófico que un sapo llegue al poder, y ya que son infinidad los que lo han conseguido, el mundo es el que es, un rosario de catástrofes, un mare mágnum de violencia, un lodazal pantanoso donde muchos perecen ahogados por el peso de aquellos que se suben a sus espaldas tratando de llegar a ser príncipes. Muchos países están gobernados por Consejos de Sapos. Un solo príncipe podría salvarlos, haría soñar a la gente mientras ellos se embolsan las considerables sumas de sus impuestos. Si supieran esto nombrarían uno o dos príncipes, con sueldos inferiores, por supuesto, para carteras decorativas. Ellos sabrían conmover a las masas, a las turbas formadas por insectos, mamíferos, vertebrados, por sapitos y dulces príncipes que sueñan con que nunca podrán ser otra cosa que sapos.

Muchos sapos son ingenieros, farmacéuticos, abogados o médicos, diplomados en óptica, directores de empresa, constructores, psicólogos, aparejadores, dentistas. Pero la condición de sapo no es solo una característica mental. Su propia constitución física les impide relacionarse con quienes no pertenecen a su clan. El tacto de su piel, que ellos creen fina y suave, es en realidad rugosa y granulada. Sus órganos sexuales solo se complementan con los de otros sapos y les resulta materialmente imposible relacionarse libidinosamente con príncipes auténticos.

A los sapos les gusta la comida y la bebida, y prefieren siempre, en cualquier ámbito de la vida, la cantidad a la moderación y la mesura. Sus coches son grandes y ostentosos y sus casas parecen palacios o residencias veraniegas. Solo utilizan marcas reconocidas, recomendadas por otros sapos, elegantes pero rancias y fuera de moda.

Los sapos que se creen príncipes acostumbran a morir a una edad relativamente temprana. La vida califica a las personas de forma inapelable como sapos o príncipes, sin tener en cuenta la propia opinión, y les cobra por adelantado todo aquello que tomaron de más del mundo, lo que arrebataron a otros. Y si, extrañamente, sobreviven hasta ser ancianos, su propia naturaleza de sapos queda a descubierto. Engordan y se llenan de pústulas, y el único sonido que sale de sus bocas es un croar sin sentido, en absoluto delicado o armonioso.

¿Recuperarán algún día los príncipes su lugar en el mundo?. Nadie lo puede saber. Nadie conoce tampoco a ciencia cierta si en ese caso improbable, el mundo no pasaría a ser tan solo un caos alegre, un paraíso destartalado y feliz.

Todo somos a una vez príncipes y sapos. Con el paso del tiempo, nuestra naturaleza principesca se va diluyendo, nos dilatamos y nos cubrimos de pequeños bultos y manchas, de escamas y lunares. Observamos pasar con a los jóvenes príncipes, inconscientes de serlo, humildes y bellos, y escupimos al suelo, con desprecio, una gota de veneno.

2008/06/22

LA DIOSA DE LAS BASURAS



La Diosa de las basuras recoge a los niños abandonados en los vertederos y transforma en mariposas a aquellos que parecían destinados a ser gusanos o larvas muertas. Les llena de caricias, los baña y los perfuma, los viste con gasas transparentes y ropas hermosas.

Muere la gente del suburbio, consumida por la droga, la ira y la pobreza. Pero Shi, la Diosa, aparenta vivir ajena a todo en su mansión de hojas de lata, fabricando juegos y jeroglíficos, haciendo surgir espacios cálidos, luces centelleantes y apetitosos cuencos de fruta exótica con un movimiento de su dedo.

Cualquier niño es una máquina perfecta. Sin embargo, casi todos los adultos somos juguetes averiados. La Diosa de las basuras, Shi, solo quiere que la vida deje de ser lo que es y sea los que pudo ser y nunca ha sido. Los niños que adopta son su ejército de parias que quieren ser príncipes, que viven para ser felices y honrar al extraño lugar de donde todos, gusanos y mariposas, procedemos y a donde habremos de volver, un día, desnudos, con los ojos cerrados y el cuerpo roto.