2008/07/24

MI HERMANO SHAG


Shag y yo comemos maíz, dulces de cactus y albaricoques maduros. Luego salimos al balcón y hablamos en lenguaje de signos con nuestros amigos, que viven en los suburbios, a todos lados, en pequeñas casas destartaladas.

Shag duerme con los ojos abiertos. Para no despertarle, hablo en susurros con los fantasmas que vivieron aquí antes que yo y mi hermano. Ellos me contestan en completo silencio y ríen como pececillos asustados.

De mis ojos no sale ninguna luz, mi corazón se ha vuelto cada vez más sombrío. Me abrazo a un viejo abrigo que fue de mi padre, y la tristeza desaparece, como si nunca hubiera estado allí o como si se hubiera ido para siempre.


2008/07/22

UN MAESTRO DEL SILENCIO


Le llamaron Lucifer sin tiempo de haber sabido si sería un niño bueno o malo. Tal vez lloró demasiado en el momento de su nacimiento o mordió la mano de la comadrona con su boca sin dientes o puede que hiciera sus necesidades encima de alguna tía lejana que acudió a visitarlo.

Fue un niño sin historia. No asaltó huertos de fruta ni anduvo en aventuras prohibidas. Tampoco maldijo a sus padres ni atemorizó a sus hermanas. Tanto es así que ni él sabe con certeza si tuvo niñez o se convirtió ya de pronto en adulto.

De todos creía que eran mucho mejores que él mismo, así que trató de contentarlos a todos y escuchar qué decían. Así, de observar y de oír pasó a tener grandes conocimientos sobre el ir y venir de las cosas y a ver la vida más como es que como parece. Sin casi darse cuenta se convirtió en un maestro del silencio.

Se casó con una muchacha muy hermosa que no deseaba grandes casas o automóviles sino alguien que la quisiera y que estuviera a su lado en los momentos turbios. Después asistió al nacimiento de sus niños como quien descubre un milagro. No habló durante días, pero su mujer le sintió dentro de sí a cada momento. Sus sentidos estaban concentrados en no perder un instante de esa vida diminuta que parecía encerrar el secreto del universo.

Hoy Lucifer es mayor, casi viejo. Sin querer, se ha dado cuenta de que puede adivinar el espíritu oculto de la gente. No analiza nada, no interpreta nada. Simplemente mira y se queda en silencio. Transcurridos unos pocos segundos casi todos empiezan a hablar, como si estuvieran aguardando el instante de abrir un sendero a sus sentimientos. Él los observa y escucha, sin hacer ningún juicio. A veces les toma la mano o se apoya en el hombro de quien se encuentra a su lado, y ellos le dicen todo lo que él ya creía saber.

Lucifer ama, sufre y observa, esa es su única vida. Besa a su mujer, juega con sus niños y contempla la vida que transcurre sin pausa desde que empezaron los tiempos. Sabe que no es más que ninguno, que es, al igual que todos, solo una brizna de hierba, una chispa que prende la tierra, una tenue ráfaga de viento.

2008/07/18

EL CAFÉ DE LOS SAIDIS


Aquella tarde, después de visitar las pirámides y la esfinge, nos duchamos y cambiamos de ropa y decidimos coger un taxi para ir a Han el Halili, el mercado principal de El Cairo.

El taxista, de nombre Tamer, nos recomendó un restaurante de comida tradicional para la cena y nos propuso que después fuéramos con él hasta un lugar auténticamente egipcio, el Café de los Saidis, donde podríamos ver el conocido baile sin estar rodeados de turistas. Según nos dijo en muy buen inglés, aquel era un sitio donde solo iban los egipcios y algunos árabes llegados de países cercanos, como Kuwait o Arabia Saudí, en viaje de negocios.

Tamer era grueso y alegre. Vestía pantalones vaqueros de gran circunferencia y hablaba sin parar. Era cristiano, y no parecía tener simpatía a sus compatriotas de otras religiones. Él mismo, por sus rasgos, no parecía egipcio.

Después de cenar fuimos al lugar convenido con Tamer. Llegamos al Café de los Saidis a las diez de la noche. Era un local amplio y algo sucio, con una tarima grande para los bailarines. El café estaba lleno de gente. Muchos de ellos vestían chilabas u otras ropas árabes y los narguiles pasaban de mesa en mesa, donde los grupos los compartían alegremente. También se veían algunas mujeres aisladas, protegidas en los grupos.

Los únicos turistas extranjeros que había en el café, además de nosotros mismos, eran tres mejicanos, altos y rubios, con los que empezamos a hablar. Tenían alrededor de veinticinco años y estaban haciendo un viaje de fin de estudios que les llevaría, después de El Cairo, a Madrid, París, Berlín y Moscú. Nos sentamos a su mesa, pensando que, evidentemente, no pertenecían a las clases desfavorecidas de su país.

Poco después anunciaron la salida de los saidis. Bailaban una danza originaria del sur de Egipto cuyas raíces se perdían en tiempos muy antiguos. Los bailarines, todos hombres, llevaban largos palos con los que hacían giros y ejercicios, que recordaban movimientos de artes marciales o acrobáticas. Era un baile lleno de energía y vitalidad. Los acompañaban unos músicos que tocaban una especie de violines, un extraño cuerno y varios instrumentos de percusión.

A continuación salió un grupo de mujeres que practicaban un baile similar, aunque más delicado y gracioso. Llevaban un pañuelo amarrado a la cintura y un velo en el cabello, aunque cubrían pudorosamente su vientre.

Los jeques allí presentes, vestidos completamente de blanco, aplaudían con pasión a las bailarinas y las miraban con un deseo indisimulado. Nosotros aplaudíamos también, aunque a nuestros ojos eran gruesas y poco atractivas.

A las dos de la madrugada, Tamer nos llevó al hotel. A medida que nos acercábamos a él, las pirámides majestuosas, moradas de los poderosos faraones, parecían decirnos que todo nuestro mundo moderno, ostentoso y engreído, no significa nada, y que desaparecerá para convertirse en arena.

2008/07/10

UN PLANETA DE SIETE LUNAS


Doje, un monje tibetano, dedicado por completo a la vida meditativa y a la aplicación de las enseñanzas de Buda, afirmó haber viajado, en el transcurso de su práctica, a un extraño planeta de siete lunas. Cuando regresó de su viaje se dirigió a su maestro y le contó, sorprendido, la experiencia. Éste, Dainzin, con gran amabilidad le contestó: “en toda nuestra tradición no hay constancia de que exista un lugar así”.

Doje siguió viajando a ese lugar cada día, durante las largas horas que dedicaba a la meditación. Su cuerpo permanecía inmóvil en su lugar del templo, sin moverse un solo milímetro, sin casi respirar y sin que apenas circulase la sangre por sus miembros, pero el espíritu del muchacho se movía libremente por otro lugar que estaba habitado por almas sin cuerpo, tiernas y sabias, alegres y bulliciosas como niños. Hablando con esos seres supo que no tenían recuerdos, que no bebían ni se alimentaban jamás y que eran completamente felices, pues no conocían el dolor, la enfermedad o la muerte.

Ante la insistencia de Doje, el maestro, experto en Budismo Vajrayāna, le prohibió que hablase de nada que no fuera el samadhi o el samapātti, y le hizo prometer que dejaría de transportase a ese extraño lugar, que ponía en cuestión las enseñanzas aprendidas durante siglos y transmitidas por varias generaciones de monjes.

No obstante, Doje no pudo evitar seguir volviendo a ese misterioso planeta. Y aún sigue haciéndolo. Ha llegado a pasar allí varios días, comunicándose con sus habitantes en un lenguaje sin palabras. Cada vez le cuesta más regresar a su templo y a Lhasa, su ciudad. Sus compañeros, cuando dejan la meditación para dar un corto paseo o realizar sus frugales comidas, se acercan a él con cuidado y tocan su pelo ya crecido y sus largas uñas. A veces, incluso, dudan si llamar a un médico para comprobar que aún vive.

2008/07/08

EL OCTANDRO


Después de varios años de búsqueda, Mahin, un joven comerciante de Basora, encontró, en la tienda de un anticuario de su ciudad, el octandro, una diminuta caja mágica de ocho espículas y desvaídos dibujos, fuente inagotable de energía que resolvía todos los males y preservaba de la enfermedad y la muerte.

Pudo probar su utilidad con su padre, gravemente enfermo, que curó en pocas horas de forma milagrosa. Poco después, sin dar explicaciones a nadie, Mahin decidió abandonar su casa, donde había vivido hasta entonces. Su padre, que había sido un enfermo dulce, agradecido y cariñoso, una vez recuperado se había vuelto despótico y desconsiderado, como lo recordaba siempre desde niño. Mahin no le deseaba ningún mal, pero tampoco quería echar su vida a perder. Un día cogió las pocas cosas que necesitaba y se dirigió a Damasco.

Allí encontró toda la felicidad que buscaba. Abrió un pequeño negocio y se casó con Sheeva, una bella muchacha iraní. Tuvo tres hijos con ella, hermosos, inteligentes y amables, a la vez que expansivos y alegres, ya fuera o no gracias al poder del octandro.

La caja maravillosa ocupaba un lugar principal sobre un mueble del salón, la estancia principal de la casa, irradiando prosperidad a todos sus miembros. Un buen día, sin embargo, el octandro desapareció. Mahin, a pesar del inmenso valor que para él poseía, nunca hubiera imaginado que alguien pudiera robarla.

Desde entonces nada fue bien. Estalló la guerra en su país, Irak, y Mahin, preocupado por su padre, volvió a Basora, dejando en Damasco a su familia.

Durante dos años permaneció en un país en guerra, sin apenas contacto con sus hijos y su esposa. Salir del país era peligroso y su padre había vuelto a enfermar de gravedad, por lo que no quería dejarle solo. Los alimentos y medicinas escaseaban y Mahin recordaba cada día el octandro perdido, que hubiese devuelto a su padre la salud perdida y les hubiera procurado todo lo necesario.

Cuando al fin el padre murió, decidió volver a Damasco. Pasó innumerables penalidades para atravesar el país, controlado por patrullas extranjeras y por las milicias y facciones islámicas. Su mujer y sus hijos eran una preocupación constante. Pensaba que sin la protección del octandro estarían pasando terribles penurias.

Cuando al fin llegó a Damasco, sin embargo, encontró a su esposa y a sus hijos sanos y felices por volver a verlo. El negocio había prosperado gracias a Sheeva. Viendo que la felicidad volvía a su vida, pensó que no hay un objeto que la pueda atraer con más fuerza que el cariño y la confianza en sí mismo y la cercanía de los seres que queremos.

Desde entonces, se observa cada día en todos los demás y se recoge de noche, en la terraza de su casa, para encontrarse en las estrellas silenciosas. Mahin agradece al firmamento todo lo bueno que hay en su vida. Antes de irse a dormir habla en voz baja con su padre, al que recuerda con inmenso cariño y le pide ayuda para ser feliz. Al día siguiente, como por encanto, todo sucede a la perfección, como si una energía secreta guiara al mundo.