2010/04/30

OFRENDAS A SERES PERVERSOS


SATURNO BUTTÒ



No somos diablos ni espíritus celestes. Sin embargo, guardamos en nuestro interior, en los surcos profundos que modelan nuestro cerebro, en las diminutas células que mueven los ventrículos cardíacos, en el hueco vacío de nuestras manos, la memoria de todos los hombres y mujeres, malvados o benévolos, africanos, asiáticos, europeos, aztecas, maoríes. Somos a un tiempo, sea cual sea nuestra edad, niños y ancianos, chiquillas humildes o princesas, ladrones, mesías y moribundos, maestros irascibles y tiernos muchachos que se sonrojan al contemplarse ante el espejo, desnudos.

No somos más humanos cuando repartimos sonrisas que cuando dejamos que nuestros duendes maléficos salgan a la luz, cuando tenemos un éxito fugaz que cuando perdemos el rumbo y empezamos a hundirnos. Nuestra vida, alimentada por el sol y las estrellas, es resultado del azar. Pasan los años por el mundo, las estaciones cambian el aspecto de la tierra. Nosotros también cambiamos, pero seguimos en pie, buenos y malos, como el mar y los bosques, como los tornados o la lluvia.

Alimento y doy de beber a mis demonios. Los observo comer en mi mano, pacíficos como bulldogs. Van siempre conmigo, a todas partes, escondidos tras mis buenas maneras y mi ropa deportiva, tras el ángel que me enseñaron a aparentar que soy. De cuando en cuando les hago pequeñas ofrendas, dulces, pensamientos maléficos, flagelaciones, momentos oscuros, comidas copiosas. Quien me quiera, deberá quererlos a ellos también. Para que yo pueda darte mi amor, deberé alimentar con cariño a tus demonios, a los seres perversos que duermen en ti.


UN JUEGO

VICTOR BRAUNER (Adan y Eva)


"Os propongo un juego”, dijo al final de la clase. “Son ya casi las ocho, y yo imagino que, puesto que es viernes, muchos de vosotros habréis quedado con vuestros amigos, con vuestros novios o vuestras novias, o que, en el caso de no tener ninguna cita os iréis a casa rápidamente y allí os dedicareis a leer, a escuchar música, a ver la televisión, o quién sabe a qué, hasta que decidáis que es hora de ir a dormir. Lo que os quiero proponer es que ahora mismo, antes de salir de aquí, dediquéis un par de minutos a pensar en algo que os voy a plantear. Quisiera que os imaginaseis lo que de verdad desearíais hacer en este momento, lo que más os gustaría, vuestro plan ideal para esta noche. El único límite es que sea algo posible, algo que realmente pueda hacerse, hoy mismo, durante las horas siguientes. Es prácticamente imposible, por ejemplo, que alguien coja un avión esta misma noche y se vaya hasta Jamaica o Nueva Zelanda. Es decir, lo que me gustaría que hicierais, si así lo queréis, por supuesto, es que durante unos instantes penséis en cuál sería la noche perfecta, hoy, esta misma noche, y aquí, en vuestro entorno habitual. Luego hacer el favor de compararla con vuestros auténticos planes, y decirme, si os parece bien, si coinciden o no”.

Ante esta propuesta inesperada, todos nos quedamos en silencio, sorprendidos, sin saber muy bien cómo reaccionar. Finalmente, la clase duró hasta cerca de las nueve, pero a pesar de que habíamos sobrepasado ampliamente el horario establecido, nadie se marchó.

De un total de veintidós alumnos, solo uno aseguró que lo que había planeado hacer aquella noche coincidía con sus más fervientes deseos. Tenía pensado irse a casa al terminar la clase y cenar pizza en compañía de su novia mientras veían juntos las películas de vídeo que habían alquilado unas horas antes.

Todos los demás teníamos proyectos que no coincidían con nuestros deseos más íntimos, de los que, en cierto modo, ni siquiera habíamos sido conscientes hasta ese momento. Algunos de mis compañeros se habían citado con sus respectivas parejas, pero ninguno parecía desear con pasión esos encuentros.

Unos cuantos, aunque no todos, se atrevieron a contar ante el resto del grupo el plan perfecto que habían imaginado para pasar las horas siguientes. Algunos de estos planes, de manera sorprendente, tenían que ver con miembros de la propia clase, y un fuerte componente sexual. En dos de los casos los deseos coincidían exactamente, es decir, las personas que contaban ante los demás su plan ideal habían incluido en él a otro miembro del grupo, que a su vez les había escogido para pasar en su compañía esa noche mágica. No todos los alumnos, sin embargo, fueron tan sinceros, como resulta fácil de comprender. Algunos, tras afirmar que era completamente imposible que sus expectativas para esa noche pudieran realizarse, se negaron, con una sonrisa, a dar más explicaciones.

Yo fui uno de estos últimos. No me atreví a manifestar lo que había estado pensando, aunque la persona implicada en el ardiente deseo que latía con fuerza en mi pecho y que hacía temblar mi voz y mis manos estaba justo a mi lado, y a pesar de que ella misma, una muchacha morena, delgada y sonriente, a la que apenas conocía, afirmó en público que le hubiera gustado irse a solas conmigo a dar un paseo por la ciudad o a tomar algo en una cafetería. En aquel momento me venció una extraña timidez, un deseo de huir de la felicidad posible, o tal vez un presentimiento de desgracia. Al salir del aula ni siquiera me despedí de ella, y acudí a la cita que tenía con un amigo para ver una película a la que no presté ninguna atención, sin poder olvidar lo que había ocurrido unas pocas horas antes ni a la encantadora muchacha que había deseado estar conmigo, esa noche, más que ninguna otra cosa en el mundo.

No tengo la menor idea de lo que hicieron mis compañeros. Si regresaron derrotados, como yo, a sus citas preestablecidas, a la monotonía de sus vidas, o si, por el contrario, fueron capaces, sin recurrir a la imaginación, a las satisfacciones solitarias, a los genios encerrados en el interior de viejas lámparas o a vanas esperanzas de un futuro maravilloso, de intentar que sus sueños se realizasen, aunque solamente fuera por una noche.


2010/04/29

DIENTES DE TIBURÓN




Raúl Salitre regaló a Esma, la muchacha que pretendía, un diente de tiburón. En la pequeña aldea del Caribe donde ambos habían crecido aquella era una señal inequívoca de cortejo y deseo inaplazable, y ella así lo entendió.

La muchacha no lo dudó un instante. Quería a Raúl desde que era una niña. Esa noche durmieron juntos en la playa, y ya no supieron separarse más. Se casaron en una iglesia de colores muy vivos, al borde de un mar donde llegaban a desovar las tortugas y donde aguardaba su salida del agua un jaguar desorientado en busca de sustento.

Después de la cena, una banda de muchachos mestizos tocó ráfagas de ritmos calientes. Salitre y su nueva esposa bailaron cumbias, salsas y vallenatos hasta muy entrada la noche, y después desaparecieron hacia algún lugar donde no les conocieran ni les buscaran.

Nadie los vio hasta muchos días después. Anduvieron entre el norte y el sur, siempre cerca del océano donde vivían las tortugas y los tiburones y donde habían nacido, millones de años atrás, todos los animales y todas las razas de hombres. Durmieron en las antiguas ciudades de los indios, contemplaron los viejísimos volcanes, subieron pirámides y observatorios astronómicos, anduvieron a caballo y se bañaron en cenotes sobre los cuales caían violentas cascadas.


Esma piensa que el diente de tiburón la protege y le da fuerza para soportar las adversidades, que nunca tardan en llegar. Por eso lo lleva anudado en su cuello a todas horas.

Años más tarde lo seguía llevando cuando nacieron sus tres hijos y cuando a su marido lo volteó una mantarraya. En su propio lecho de muerte, víctima de una fiebre abrasadora, Esma no apretó en su mano un rosario o un crucifijo, sino el diente de tiburón que un día le regaló Raúl, para que la acompañase y protegiese en su tránsito más difícil.



2010/04/27

ENFERMEDADES


LINDA BERQVIST (Do not whisper into the wind)


Además de los fármacos, las vacunas y la cirugía, todas las enfermedades tienen un tratamiento común: recuperar el animal de agua y luz que somos, entusiasmarnos con nosotros mismos, buscar besos y caricias, tener constelaciones de amigos, alimentarnos de fresas y aire, de amapolas y yogures, de zanahoria y jalea real, desarrollar nuestras auténticas inclinaciones que no son, a buen seguro, las que diariamente ejercitamos ni las que nuestros padres desearon para nosotros.

Las enfermedades crecen en la oscuridad de los cuartos, en las oficinas sombrías, en los odios almacenados, en el amor perdido, en la soledad obligada, en la privación del sexo. Los pequeños habitantes que las provocan, los microbios infinitesimales, las células oscuras del pus y los genes alterados que originan las metaplasias crecen en el humus de nuestras desilusiones, en los residuos de los alimentos manufacturados, del azúcar sintético, de la sal y los pesticidas, en el tabaco o el alcohol que utilizamos para compensar nuestras tristezas.

Salgamos a la calle, caminemos, reivindiquemos el amor y el azar, tracemos redes de amigos, viajemos, acudamos a charlas y a grupos, hablemos con todo el mundo, veamos cine, leamos, descubramos lo que somos, tomemos el sol y el aire durante unos minutos, respiremos, caminemos sobre la tierra, olvidemos los zapatos estrechos, las ropas ajustadas, los tatuajes del alma, los piercings que un día clavaron en nuestro corazón entristecido, y salgamos a la vida, como si hoy mismo fuera el final del mundo.



2010/04/25

PÁJAROS




Somos pájaros. No somos seres humanos, hombres o mujeres, como todos parecen creer, sino pájaros de alas truncadas, encogidas y sin fuerza. Revoloteamos aquí y allá, a pocos centímetros del suelo, temerosos de ver aparecer en el cielo águilas majestuosas, quebrantahuesos, halcones o alimoches.

Fabricamos nuestros nidos sin tomar un respiro, con gran afán. Buscamos otro pájaro para poder decorarlo mitad y mitad, con ramas, piedras y pajitas de estilo nórdico traídas con el pico desde Ikea o Ka International. Una vez instalados, a ras de tierra o en la rama más alta, soleada y con vistas, nos apareamos apresuradamente y después sacudimos las plumas caídas. Así, con el tiempo, nuestro hogar se va llenando de tiernos polluelos.

Tenemos el cuerpo lleno de perdigones y picotazos. Vivimos atemorizados por el devenir y por el presente, porque nos da tanto miedo el más allá como el instante que late con fuerza. De noche, para sentirnos a salvo, buscamos el calor de nuestro compañero de nido y nos adormecemos a su lado, con las alas enlazadas, contemplando sus ojos de pájaro.



EL SOL ME DESPIERTA

JEAN JAMSEN (Danseuse au sol, fond jaune)



Salgo el sábado por Bilbao. Llego a casa de madrugada y sin embargo, el domingo me levanto temprano. El sol me despierta y me hace ponerme en marcha. Urtzi, el viejo dios de los vascos, me reclama para sí, como anoche me buscó Ilargia, la Luna.

El Casco Viejo bulle de gente los sábados por la tarde. Me gusta ver a los amigos de siempre, algunos ya casados, pero también me gusta estar rodeado de personas que viven junto a mi, que llevan una existencia similar a la mía y que no conozco, sentirme parte del flujo incesante de la vida que se bifurca a mi alrededor una y mil veces. Quisiera conocer a todo el mundo, saludarlos, charlar con ellos, tomar una cerveza o comer un bocadillo con esos hombres y mujeres desconocidos, discutir o reír, crear complicidades, trazar redes indestructibles, nuevas conexiones que renueven nuestras vidas.

Sin embargo, solo hay una mujer con la que deseo estar. Pienso en ella mientras paseo entre la gente, observándolos, mientras ceno o hablo con mis amigos de temas intrascententes. Todo lo que necesito está en ella, no busco a nadie más.


2010/04/22

EMBOSCADAS


CLAUDIO BRAVO (Bacanal)


La vida nos tiende pequeñas emboscadas. Algunas son gozosas y alegres, y están dirigidas por estrellas muy lejanas, por Merope, Maia, Alcyone y el resto de las Pléyades, por Sirio, Deneb, Fomalhaut, Enif o Altaïr. Otras, en cambio, son emboscadas sombrías, disparos de rayos de luna que nos hieren de tristeza, de desamor, de enfermedad o de muerte, para los que no existen muros, escudos o amuletos que nos puedan proteger. Estos disparos del espacio sombrío buscan convertirnos en materia inerte, devolvernos al magma oscuro del Universo, del que un día partimos, por caminos que están comunicados por agujeros negros.

A menudo rehusamos adentrarnos en las emboscadas felices, que guardan para nosotros experiencias maravillosas, viajes improvisados, placeres sorprendentes, nuevos amigos, amantes desconocidos, caricias, besos esparcidos al viento. Muchas veces decimos que no a esos instantes imprevistos, evitamos las alegrías que nos ofrecen las estrellas por miedo, porque creemos percibir tras ellas un peligro inminente, un sufrimiento que no existe.

Queremos evitar a toda costa el dolor, pero las emboscadas trágicas siempre acaban por llegar, ya que están esperando detrás de los tiempos que creemos propicios, al otro lado de los hermosos atardeceres, de las noches de amor, de las mañanas de luz suave y temblorosa. Nos aguardan tras ellas como verdugos de un tiempo negro, como auspicios de las lágrimas futuras. Pero, ya que ese tiempo aún no ha llegado, dado que aún nos esperan tantos días felices, muchas primaveras e inviernos, cientos de abrazos, llamadas de amigos y mil noches de pasión, disfrutemos de la dicha presente, de los días radiantes, de los fugaces instantes de gozo en compañía de las estrellas.



2010/04/21

EL SUICIDIO DE MIM


CLAUDIO BRAVO (Circe)


Poco a poco la relación entre Mim y Cannelle se fue apagando. Cada vez se veían menos. Cannelle apenas la llamaba, mientras que Mim vivía una vida muy ajetreada, llena de actividades. Hacía viajes al extranjero, salía de noche, tocaba en conciertos de jazz o acudía a acompañar a otros músicos y se enredaba en numerosas aventuras, pero aún así la echaba en falta constantemente. Un día le contaron que se iba a casar y sintió como se le hubiesen clavado un cuchillo en mitad del corazón.

Decidió alejarse completamente de ella para tratar de olvidarla. Sin embargo, cada tarde comprobaba el teléfono por si había recibido alguna llamada suya. No supo nada más en un tiempo, hasta que, de pronto, volvió a recibir algunas llamadas esporádicas. Poco después reanudaron su relación, de una manera ocasional, pendiente siempre del azar.

Con los años las antiguas amantes volvieron a distanciarse. Mim conocía muy pocas cosas de la vida de Cannelle. Sabía, por ejemplo, que vivía en una ciudad cercana, que había tenido un hijo, Mibu, o que tenía un empleo en un organismo oficial. En una ocasión acudió a la puerta de su lugar de trabajo y la vio salir. Estaba distinta, había cambiado físicamente pero sintió la misma ansiedad al verla que en sus primeras citas. Mim dudó si acercarse a ella para saludarla, pero entonces vio que había un hombre esperándola en el interior de un automóvil. Cuando la vio subirse en él y desaparecer entre el tráfico Mim se echó a llorar amargamente.

Después de una vida intensa, llena de relaciones cortas y al final siempre decepcionantes, Mim aún se acordaba cada día de Cannelle. La llamaba únicamente el día de su cumpleaños y tenían una conversación alegre y nostálgica que duraba varios minutos. Después, se quedaba aún más triste que antes de hablar con ella. Le parecía que era muy poco lo que obtenía a cambio de haber esperado con ansiedad aquella fecha y le costaba recuperarse un par de meses.

Un día, a los sesenta y un años, Mim empezó a sentir unas molestias en la parte baja del vientre. Los médicos, tras realizarle tomografías y análisis le diagnosticaron un tumor de útero. Era fácilmente operable, y convinieron con ella en realizar la intervención justo después del verano.

Decidió irse de vacaciones a Centroamérica. Fue un viaje completamente intencionado. Recorrió los lugares de los que Cannelle le había hablado durante los primeros tiempos de su relación, Nicaragua, Guatemala, Honduras. Visitó las comunidades indígenas donde había estado. Inexplicablemente, después de tanto tiempo, sentía una nostalgia insoportable, una extraña sensibilidad hacia todo lo que estuviera relacionado con ella. Al final del viaje se quedó unos días en un pueblo de la costa caribeña. Cada noche salía a pasear por la playa desierta y veía salir las tortugas a desovar. Grupos de turistas con linternas las observaban en su lento viaje y les sacaban fotografías sin luz de flash.

Mim se sentía muy deprimida. Pensaba que su vida estaba vacía por completo. También se sentía atemorizada por la operación. Se veía a sí misma insignificante, débil y sin fuerzas. Una noche, cuando los turistas se habían marchado ya, se introduzco lentamente en el agua y nadó a la luz de la luna menguante, entre las tortugas que habían dejado sus huevos bajo la arena y regresaban al océano, siguiendo un antiguo ritual grabado a fuego en sus genes. Entonces notó una opresión terrible en el pecho al recordar su amor perdido con Cannelle y se puso a llorar desconsoladamente. El mar la iba alejando poco a poco de la costa hasta que ya no tuvo fuerzas para regresar y seguir viviendo.



2010/04/19

EL MUCHACHO SHUAR




Juan Agirregabiria, un marino vasco, descendiente de antiguos piratas y negreros, volvió a Deba, su pueblo de origen, a los 56 años de edad, después de permanecer en América durante más de dos décadas.

Juan no llegó solo. Lo acompañaba un niño de seis años, de rasgos inequívocamente indígenas, relacionado, sin duda, con sus andanzas por aquellas tierras, al que todo el mundo identificó como hijo suyo. Él ni afirmó ni desmintió tal extremo, sobre todo porque, como suele ocurrir en estos casos, muy pocos se lo preguntaron abiertamente.

El muchacho, llamado Ayui, era de raza shuar, lo que no pareció interesar a nadie de un modo especial, tal vez porque desconocían que el nombre con el que los conquistadores españoles habían bautizado a esta tribu no era ése, como se conocían ellos mismos, sino “jíbaro”, siendo su habilidad más relevante la práctica del ritual conocido como tzantza o reducción de cabezas.

No se tiene noticia de que el niño conservara estas inclinaciones, pues creció fuerte, sano y completamente normal, aprendió rápidamente el euskera y, con un pequeño retraso, a consecuencia de su tardía escolarización, acudió a la Universidad, donde se convirtió en ingeniero agrónomo. Fuera de esto, practicaba surf los días de fuerte oleaje, algo digno de mención en un nativo de la cuenca del Amazonas.

Cuando acabó sus estudios, Ayui viajó a Ecuador, su país natal, donde vivió varios años. Con él se llevó a Irantzu, una de las muchachas más guapas de los alrededores. Juan Agirregabiria, ágil aún para su edad, recorría cada día los paseos del pueblo costero, hablando con unos y con otros. Si alguno le preguntaba, él contestaba que Ayui e Irantzu habían tenido dos hijos, y que todo les iba muy bien.

Años después, Ayui volvió a Deba con Irantzu y los niños. Fueron a vivir al viejo caserón de Juan, situado frente a la playa, y allí se podía ver, cada día de verano, a los niños jugando entre los veraneantes y los grupos de jubilados que acudían desde los pueblos del interior a pasar la jornada.

Juan, el viejo marino, aún vive. Tiene más de ochenta años, pero recorre cada día, con paso lento, el camino que lleva hasta el final del malecón. Después se dirige hasta una cercana atalaya desde la que se divisa el mar. Allí, sin hacer caso a los surfistas ni a los barcos que pasan a lo lejos, se queda mirando largo rato a un punto indescifrable del horizonte. Nadie sabe si piensa en alguna ciudad perdida de América o en el lejano Amazonas, en alguna mujer que se quedó allá, o en el único puerto al que le queda por llegar, en su última travesía, que ya está próxima.


2010/04/18

AMAMA


JONATHAN VINER (Jilted)


Amama fue la única persona que entendió mi separación. Aproveché una comida familiar para contar a todos lo que había sucedido. Había sido infiel a mi mujer durante meses, ella se había enterado al fin y, probablemente con razón, me había echado de la casa que habíamos compartido hasta entonces. “No me arrepiento”, les dije. No, no me arrepentía. Entre nosotros no había ya más que una amistad distante y fue entonces cuando me enamoré perdidamente de otra mujer, también casada, que no obstante, jamás pensó en dejar a su familia por mí. Ahora había vuelto a vivir con mis padres y tenía la extraña sensación de estar recuperando mi infancia y de estar perdiendo sin remedio, al mismo tiempo, los mejores años de la madurez.

Para mi sorpresa, como decía, mi amama, la madre de mi madre, fue la única que me entendió y me sirvió de apoyo. Después de aguantar los comentarios hirientes, llenos de reproches, de todos los miembros del cónclave familiar, de mis hermanos, mis cuñadas y mis padres, salí solo a la terraza. Amama se acercó a mí, escapando de la siesta frente al televisor, habitual en esas aburridas sobremesas, y me revolvió el pelo, como si yo fuera un niño, tras lo cual se sentó a mi lado y me pidió que le contara lo que había sucedido. Después ella también me relató algunos pasajes de su vida que según afirmó nadie más, ni siquiera mi madre, su hija, conocía. Me dijo que cuando ya estaba comprometida con aitite, el abuelo, tuvo un pretendiente, farmacéutico de profesión, con el que se veía a escondidas de todos. Se besaban y hacían el amor en casa de él, tomando infinidad de precauciones para que nadie los viera.

Mi amama dudó un tiempo si debía casarse con su novio oficial o dejarlo todo, pero la situación era muy distinta a la actual, la iglesia, las relaciones familiares, las convenciones sociales formaban una implacable tela de araña, un poder casi insalvable. Al final contrajo matrimonio con su novio de siempre y tuvo seis hijos. Su amante, el farmacéutico, permaneció soltero. Todos sus cumpleaños le dejaba un regalo dentro de un paquetito muy discreto en el buzón de casa, un anillo, un collar, una pulsera de oro, un poema, un perfume, un pañuelo, un pequeño ramo de flores. Su marido nunca lo supo. Los regalos de aquel hombre eran los adornos favoritos de mi amama. Siempre llevaba alguno de ellos, y su antiguo enamorado se alegraba enormemente cuando se cruzaban casualmente y veía que se había puesto algo que él le había regalado.

Nunca más estuvieron juntos. Si alguna vez volviesen a estarlo sería ya para siempre. Mi amama, sin embargo, tuvo algún amante más a lo largo de su vida, pero según me contó, solo le quiso de verdad a él, al farmacéutico.

Hacía unos meses su antiguo amante murió y mi amama, terriblemente triste, acudió al funeral. Se puso en la última fila y cuando la celebración terminó se quedó sola en la iglesia, rezando en silencio por él y recordando cada instante que habían compartido. Mi amama decía que estaba segura de que no reposaba en ningún camposanto, en ninguna caja. Vivía aún en el aire que la rodeaba, en el calor de su cuerpo, en sus labios gastados por no haberlo besado más, en sus brazos vacíos para siempre.

Solo mi amama comprendió mis razones, la fuerza incontrolable que me llevó hasta una mujer distinta a la que el derecho y la religión me habían entregado. “El amor lo justifica todo, me dijo”, y nos fuimos al interior de la cocina para recoger juntos la mesa.



2010/04/17

SEXUALIDAD




Hay partes del cuerpo que se encuentran injustamente olvidadas desde el punto de vista, casi siempre personal, de la sexualidad. Para mí, esas partes, en el cuerpo de una mujer, son las clavículas, la nuca, la parte superior de la espalda, los hombros, las muñecas, la zona interior de los brazos o los pequeños huecos que se forman a ambos lados de la cadera. No, no me olvido del pecho, el cuello o la boca y de otras partes aún más evidentes, pero esas nos persiguen a todas horas desde la televisión, las revistas o los periódicos y no están, de ningún modo, olvidadas por nadie.

Desconozco cuáles son las zonas del cuerpo masculino que atraen con más fuerza a las mujeres, dejando de lado el poder subyugante de las áreas puramente sexuales. Imagino que estas regiones olvidadas pueden ser el pecho, los brazos, la forma del rostro, el abdomen, tal vez el cuello, pero posiblemente, como hombre que soy, me sorprendería al conocer que la realidad es muy distinta.

Creo que muchas de nuestras creencias sobre sexo son meras falsificaciones, estereotipos vacíos. Al fin y al cabo, en este mundo casi todo lo es, la felicidad, el amor, la amistad, las vacaciones, el consumo, la juventud o la madurez, incluso la democracia o la libertad de expresión. Todos estos términos y muchos más están sometidos al prelavado y el centrifugado de lo bien visto, de lo que debe ser o lo que da dinero.

Puede que lo que creemos saber de nosotros mismos no sea más que una idea superficial, extraña a nosotros, que se nos ha ido pegando como una piel transparente desde la infancia. Tal vez lo que sabemos de sexo, de un modo similar, no sea más que un aburrido akelarre, una reunión de fantasmas.


2010/04/15

PRINCESAS SILENCIOSAS


Norman Rockwell (Girl with black eye)


Cada país tiene su corte, cada ciudad sus príncipes, cada barrio su monarca. En cada hogar hay un noble y un ladrón, una marquesa o una puta. Princesas silenciosas se sientan a la entrada de sus casas destartaladas, vestidas con ropas pasadas de moda, masticando dientes de ajo o pedazos de pan seco. Mientras tanto, las plebeyas parlanchinas acuden a fiestas elegantes, a restaurantes de lujo, a teatros y conciertos, a inauguraciones o actos políticos.

Sin quejarse, las princesas barren y friegan el suelo, limpian los aseos públicos, bañan niños recién nacidos o ancianos paralíticos y sollozan cuando recuerdan a sus muertos o a los vivos ausentes. Las plebeyas, entre tanto, parlotean sin cesar, se perfuman con esmero y escudriñan las tiendas de postín donde derrochan sin freno.

Las princesas leen a oscuras, malgastando sus ojos hermosos. A través de los cristales sucios de sus cuartos ven pasar modernos automóviles donde las plebeyas, repantingadas, incrementan la redondez de sus formas, pues llevan siempre al lado un hombre implacable que las invita a comer y beber, que las lleva y las trae, que decide y que paga. Las princesas, de tiempo en tiempo van a cenar, de estricto incógnito, a alguna hamburguesería, pero nadie acude a recogerlas ni les envía orquídeas o ramos de rosas.

De noche, las princesas pegan calcomanías de flores en sus mesillas gastadas y se acuestan buscando su propio abrazo bajo las mantas. Desde lo más profundo de sus sueños, príncipes temerosos las observan con inmensa ternura, y susurran en su oído palabras de amor eterno que flotan en el aire nocturno y se posan en sus hombros desnudos, como pequeñas mariposas.


2010/04/13

CUIDADO CON LAS VÍBORAS


THE JUNGLE BOOK


Al llegar a su puesto de trabajo, como cada día a las ocho menos cinco de la mañana, Ciro se dio cuenta de que todo estaba cambiado de sitio. Pensó, con una lógica aplastante, que la responsable había sido la empleada de la limpieza, que acostumbraba a mover, en sus idas y venidas, hojas, carpetas y lápices, ratones, pantallas y teclados de ordenador de una forma misteriosa y carente de lógica.

Al día siguiente volvió a suceder lo mismo. Sin embargo, esta reiteración resultaba sorprendente, pues Ciro sabía que, a lo sumo, la limpiadora hacía su trabajo en profundidad una vez por semana, limitándose el resto de los días a vaciar las papeleras y a limpiar someramente el polvo. Además, se fijó en algo que le había pasado inadvertido el día anterior: los cambios eran bastante más radicales que los que podían atribuirse a la persona que limpiaba las mesas. Nada estaba en su sitio, de una forma muy llamativa. Los bolígrafos, los clips y las gomas de borrar aparecían distribuidos de una forma anárquica. Sin embargo, guardaban una extraña simetría, creando formas geométricas, curvas y líneas sinuosas no carentes de un cierto sentido artístico. Además, los papeles estaban revueltos y mezclados y se encontró el ordenador encendido con un documento abierto que no recordaba haber utilizado jamás.

Ciro había sido aquella mañana, como casi siempre, el primero en llegar. Cuando apareció su primer compañero, Biwa, un joven administrativo de origen africano, le comentó lo ocurrido:“Ah, son las víboras” le contestó en su castellano pronunciado con acento tribal. “Ten cuidado”.Ciro se rió ante la que creyó una broma, aunque no la entendió en absoluto. Biwa era una persona muy alegre y bromista, aunque decía sus chistes con gran seriedad, como si estuviera pronunciando una verdad intrincada y profunda.

El mismo hecho se repitió durante varios días seguidos. Ciro, desesperado, miraba a cada momento debajo de la mesa y recorría disimuladamente con la vista los archivadores y las carpetas, esperando ver aparecer en cualquier momento un reptil agazapado. Al abrir los cajones de su mesa sentía un temor reverencial a encontrar una serpiente enroscada que se abalanzase a morder su mano.

Creía estar volviéndose loco. ¿Dónde podían estar las víboras?. ¿De dónde venían?. Y si no eran serpientes de verdad, ¿a quien se podía referir su compañero cuando hablaba de ellas?. Le pidió directamente que se lo explicase y Biwa, misterioso, le dijo:

“A las víboras no se las ve, siempre están escondidas, preparando emboscadas. Saben lo que quieren y no reparan en medios”.

Aquella tarde Ciro se quedó más tiempo en la oficina, para ver si podía descubrirlas. Dejó todo muy bien ordenado y se puso en guardia, mirando alrededor con los ojos bien abiertos. Sin embargo, pronto se quedó dormido y no despertó hasta una hora después, con la cara sobre el teclado de su computadora. Todo estaba nuevamente desordenado, las hojas, el calendario, las carpetas. Incuso faltaban documentos importantes en los que había trabajado el día anterior. Las víboras habían pasado sobre él mientras dormía, reptando sobre sus brazos y su pecho con su cuerpo frío, moviendo en silencio su lengua bífida.

Ciro tuvo una crisis nerviosa y acudió al médico, que le dio una baja por depresión y stress. Estaba aterrorizado. Creía ver culebras venenosas por todos lados, crótalos de pupilas verticales, boas que tragaban gatos, perros y pequeños roedores. Una vez en casa se tranquilizó, pero se despertaba de noche soñando que los ofidios lo habían seguido hasta allí y se movían libremente por su casa.

Un día, mientras paseaba al sol, Ciro se encontró en la calle con Latika, una antigua novia. Le contó la historia de las víboras, y ella, preocupada por su estado, comenzó a visitarlo. Una mañana, inesperadamente, se enzarzaron en un extraño duelo de amor, del que ninguno salió bien parado, pero a ese día siguieron muchos días y muchas noches más. Cuando volvió al trabajo, un mes después, tranquilo y rebosando felicidad, vio su mesa igual que la había visto cada mañana durante los últimos años, desordenada y llena de trabajo sin hacer. Todo estaba en su sitio, en el lugar en el que había estado siempre. Al pensar en las víboras, animado y feliz, Ciro se echó a reír como si una simple sonrisa fuera el remedio contra cualquier mal.


PASOS DE NIEVE


JEAN JAMSEN (Ophelie au Coussin Rouse)


Se citaban todos los martes y trece, a las siete de la tarde, en una casa del Callejón de la Estrella. Allí se encontraban varias veces al año, dos o tres generalmente, según coincidieran las fechas del calendario. El primero que llegaba al lugar acordado preparaba algunas cosas para comer y beber. Ese día celebraban la inmensa felicidad de haberse conocido quince años atrás y de seguir juntos aún, a pesar de sus vidas distantes, aunque permanecieran separados durante meses.

Todo empezó como una especie de broma. El encuentro seguía unos ritos, siempre muy parecidos. Se saludaban con gran alegría, mirándose detenidamente la cara, el pelo, las manos, los ojos. Se escudriñaban entre risas, comprobando cómo habían cambiado sus cuerpos. Comían distraídamente, entre sonrisas y caricias, bebiendo champán francés y licores hasta que el amor se hacía inaplazable. Después, pasadas unas horas de arrebatada pasión, se despedían con un abrazo larguísimo, poco antes de las doce y cada uno marchaba por su lado. No volvían a verse, no se escribían ni se llamaban jamás por teléfono, hasta que llegaba una nueva cita, sin necesidad de contactar previamente, el siguiente martes y trece, seis meses, un año más tarde.

Años después, él, Ezra, fue el primero en no acudir al encuentro. Lo sorprendió la muerte en un alud de montaña, ascendiendo una cumbre del Pirineo. Sus últimos pensamientos, unos segundos antes de morir asfixiado, fueron para su hija, para su mujer y para Hira, su amante secreta, a la que, en la distancia, amaba como si fuera una parte más de sí mismo.

Hira no leía los periódicos. Tampoco veía la televisión, donde la noticia, el nombre y el rostro del único amor de su vida ocuparon varios minutos de los informativos. Lo estuvo esperando en la casa vacía, con la cena preparada, y cerca de la medianoche, sin probar un solo bocado, se quedó dormida sobre la cama que habían compartido tantas veces, aguardando aún, entre sueños, sus pasos de nieve.



2010/04/11

CURSO PARA PILOTAR ALFOMBRAS VOLADORAS




Niccolo Mingus, orientalista erudito y estudioso del Libro Tibetano de los Muertos, encontró, durante uno de sus viajes a aquel lejano país inexistente, un viejo manual escrito en sánscrito donde se hablaba de las habilidades necesarias para hacer volar una alfombra.

Hasta entonces Niccolo pensaba que las alfombras voladoras eran algo exclusivo de los cuentos de Las Mil y Una Noches, una leyenda sin la menor traza de verosimilitud. Sin embargo, el libro daba por segura la existencia de estos objetos mágicos y mostraba las destrezas necesarias para hacerlas funcionar. Así, afirmaba que era imprescindible dominar la técnica del yoga con el fin de poder sentarse en la postura del loto, lo cual proporcinaba estabilidad y equilibrio al vuelo. Después, bastaba con suspender la alfombra en lo alto de un barranco, o tal vez de una terraza o una azotea, y lanzarse al vacío.

Sin embargo, según el libro, para tener éxito en este empeño era preciso conocer también el arte de la concentración y ser sexualmente puro. Al leer esto, Mingus se quedó sorprendido, y más aún cuando fue avanzando en el texto. Él pensaba que la pureza, para un hombre como él, consistiría en renunciar a la vida sexual, en vivir ascéticamente sin mantener relaciones con ninguna mujer. Sin embargo, la pureza tenía un significado muy distinto para el autor del libro. Seguía los preceptos del Tantra, afirmando que el aspirante a pilotar alfombras voladoras debía disponer de un avanzado dominio de las prácticas amatorias y de la unión con el cosmos mediante el control y la práctica de milenarias artes sexuales.

Niccolo se quedó estupefacto. Apenas había tenido unas pocas experiencias con mujeres, la mayoría no tan satisfactorias como pretenden vendernos los estereotipos del cine y la publicidad. Después se había casado, casi por obligación social y su relación de pareja distaba mucho de ser un vendaval de pasión. No obstante, intrigado por la estrambótica posibilidad de pilotar una alfombra y convencido, tal vez, del tiempo perdido entre vetustos libros de difuntos, decidió entregarse a tejer y construir su propia conciencia, a conectarse con su espíritu escuchando las necesidades más profundas del cuerpo.

Empezó a practicar, poco a poco, con su esposa. Trataba de poner todo su espíritu en cada relación que mantenía con ella, uniendo la mente y la respiración tanto en los preámbulos como en su consumación. De igual modo, intentaba retener el semen, pues según los maestros tántricos, la eyaculación aleja al hombre del orgasmo verdadero, del éxtasis sexual, que lleva a unos niveles de conciencia superiores. Así, se entrenó con ahínco en prolongar esta última etapa, la más intensa, inhibiendo los espasmos finales para permanecer indefinidamente en el apogeo sexual, en el punto límite.

Las relaciones con su esposa, casi inexistentes hasta entonces, se hicieron ahora diarias, proporcionando a ambos un placer desconocido. El poco tiempo de que podían disfrutar en común se convirtió en una sucesión de momentos mágicos y su indiferencia mutua se disolvió en una cooperación cariñosa y feliz. Niccolo regresaba cada día a los antiguos libros tibetanos y trabajaba en sus textos y traducciones durante toda el día, mientras aguardaba a su mujer. Cuando estaba muy cansado releía, como si se tratara de un cuento maravilloso, con una sonrisa en los labios, el pequeño manual dedicado a las alfombras voladoras.


2010/04/06

RECOMENDACIONES PARA UNA SESIÓN DE VUDÚ




Aproveche usted cualquier tiempo muerto: una conferencia pesada, un intervalo vacío en su jornada de trabajo, la tediosa espera en una estación de tren, un momento de relax en el lavabo.

Es importante que concrete de forma adecuada el objeto de su animosidad. Así, a modo de ejemplo, podrá ser su propio cónyuge, un vecino que le mira con desgana, el anciano a quien tuvo que ceder su asiento en el autobús, el empleado insolente de la ventanilla del banco o un militante político rival.

Si es de noche y se encuentra solo en casa vea un programa cualquiera de televisión desde el sofá. Cuando note que bosteza o que sus ojos comienzan a cerrarse incorpórese y disminuya el sonido hasta que desaparezca. Después, píntese la cara con hollín o con marcas de sangre. Con el mismo efecto podrá utilizarse una pequeña cantidad de carmín o de tinta roja.

Déjese llevar por la intuición. Hable en voz baja consigo mismo, buscando la raíz más profunda de su odio. Quizás alcance a comprender que en realidad es a usted mismo a quien detesta. A modo de ensayo clave una aguja en su propia fotografía. Notará un dolor agudo que atraviesa su sien, su mejilla o el cielo de su boca. Sáquela de inmediato. Concéntrese de nuevo en su enemigo, como si quisiera verlo aparecer ante usted de repente o como si deseara penetrarlo salvajemente.

Piense en la persona a quien desea hacer mal una sola vez, al tiempo que pronuncia una frase en francés, con un lejano acento colonial. Diga cualquier cosa que sepa: “Comment allez vous?”, “Je ne comprends pas le chinois”, o pronuncie varias veces alguna estrofa de la Marsellesa, imaginando que vive en otro siglo, preferiblemente a comienzos del XIX, en la isla de Haití o en Martinica. Después, prenda una cerilla o un mechero de cuerda y queme suavemente las palmas de sus manos. Mientras tanto procure pensar en flores amarillas o en pájaros bobos.

Utilice agujas o utensilios de cocina, cuchillas de afeitar, lapiceros con la punta afilada o vidrios rotos de botellas de ron o de cerveza negra. Da muy buenos resultados valerse de pequeños animales indefensos, como pajarillos o musarañas, en lugar de los habituales muñecos o fotografías. Un sapo, por ejemplo, puede ser una ayuda perfecta. Hervirlo vivo a fuego lento dentro de una marmita provoca en la persona objeto de nuestro resentimiento sufrimientos atroces que pueden prolongarse en el tiempo de una manera casi indefinida.

No es necesario que invoque al diablo. Él sabe guiarse por si mismo a través de las profundidades de su cuerpo hasta las células que crecen en tejidos distantes, unidas entre si por sustancias misteriosas, por dendritas y largos axones, por conexiones invisibles que usted desconoce. Son caminos mil veces recorridos, poblados por minúsculos adoradores de Satán, hijos de sus enfados, de sus pequeños terrores, de violencias recónditas, de maremotos de antiguas desdichas, de desamores, de pequeñas venganzas insatisfechas, de todas las situaciones que no pudo superar y que dejaron rastros de fuego en su cerebro. Necesita realizar el acto maléfico, sacar hasta los últimos vestigios que ha podido incubar el demonio en su interior, no por venganza o por simple perversidad, sino para evitar un cáncer de pulmón o un melanoma maligno.

Una vez que todo haya finalizado llegará a una situación de vacuidad mental y sentirá que el odio se diluye y desaparece. Duerma unos días plácidamente. Después llame a casa de su víctima para interesarse por su salud. Son importantes las formas. El odio no tiene nada que ver con la mala educación. Valore incluso la posibilidad de acudir a visitarle al hospital cuando suceda el inevitable agravamiento. Una revista deportiva o de actualidad política es un obsequio adecuado. Llevar consigo libros de misterio o magacines de ciencias ocultas, sin embargo, podría despertar algunos recelos. Por si acaso trate de estar preparado con una coartada flexible.

Un último consejo. No abuse de los espíritus del mal. Recuerde la viejísima teoría del karma, tan antigua como el Universo, como los ángeles y los primeros demonios: todo daño que se hace a otro ser vivo revierte, tarde o temprano, en uno mismo. Prepárese por tanto, con calma, para su propia muerte.


2010/04/04

LA HORA DE LA MANGOSTA


LINDA BERGQVIST


“Mujeres y hombres no son una misma raza”, afirma un extraño grupo que mantiene abierta su página en Internet, “sino dos especies diferentes”. Sus miembros, del sexo femenino, según cabe suponer, sostienen esta idea en base a supuestos argumentos científicos, a referencias literarias, informes psicológicos y leyendas de pueblos de los cinco continentes.

“Acostarse con hombres es como hacerlo con monos, lobos o caballos”. “Es algo que va contra la naturaleza”, dicen. “La procreación es un rasgo evolutivo que las mujeres fuimos perdiendo durante años de dominio”. “Únicamente comprendemos, hoy día, el sexo con hombres para traer nuevas mujeres al mundo”. No obstante, ven la clonación a partir de sus propias células como una alternativa abierta por la ciencia a las mujeres para perpetuarse.

Las integrantes de este grupo se reconocen entre ellas por signos escritos en la entrada de sus casas, por palabras clave que intercalan en sus conversaciones, por pasapáginas de sus libros o por movimientos de las manos en direcciones opuestas. Utilizan pulseras, anillos o collares cuyo significado solo ellas conocen. También se comunican por correo electrónico o por mensajes de móviles.

En sus textos utilizan frecuentemente símiles con animales. Los hombres son culebras o serpientes, ellas panteras, leonas o mangostas, los pequeños animales que son capaces de derrotar a las serpientes más venenosas.

Esta mañana he vuelto a entrar a su página, que tengo seleccionada entre mis favoritas. Allí he leído: “No pretendemos exterminar al hombre, pero tampoco dejaremos que nos esclavice, que decida por nosotras. El futuro es nuestro”. “Ya se acerca, ya está aquí la hora de la mangosta”.