2010/07/31

RADIO BIAFRA



Radio Biafra emite desde un pequeño apartamento situado en Lichtenberg, un barrio de Berlín Este, el antiguo sector comunista de la ciudad. La emisora, en sus inicios, tenía una clara intención política, pretendiendo reivindicar la memoria de un pueblo aplastado, Biafra, el país del medio sol amarillo.

Con el paso del tiempo, sin embargo, esa reivindicación fue decayendo y la emisora pasó a defender, sin hacer distinciones, el pasado del conjunto de los pueblos negros, el orgullo de haber nacido en África.

“Todos somos emigrantes africanos”, dice el locutor de la emisora. “Todos somos hermanos africanos. La vida nació en África. Todos salimos de África para ir a ocupar el resto del mundo. Todos procedemos de África, los rubios austriacos, alemanes y escandinavos proceden de África. Los hindúes, los norteamericanos, los colombianos, los argentinos, los asiáticos y hasta los lejanos habitantes de Australia. La única diferencia es que unos partieron antes, hace miles de años, y otros hace solo unos días o unos meses”.

Radio Biafra emite durante cuatro horas al día, de seis a diez de la noche. Únicamente dispone de un técnico y dos locutores, que se van turnando ante el micrófono. De tiempo en tiempo uno de ellos se pone enfermo, tienen que cuidar a sus niños o surge cualquier otro hecho imprevisto y se ven obligados a interrumpir la emisiones, a veces durante varios días.

Nadie parece notarlo en exceso. Hay miles de emisoras y canales de televisión y su audiencia es muy pequeña. En verano desciende aún más, cuando muchos alemanes van a tostarse al sol español, italiano, griego o croata. ¿Será que añoran la piel bronceada de sus antepasados, que recorrían, semidesnudos, las sabanas, los caminos y las selvas de África?.


2010/07/26

PUNTOS DE VISTA

OLIVER FÖLLMI


Tengo un grato recuerdo de Luis Olmos, uno de los fundadores del Teatro de la Danza. Luis fue nuestro profesor de baile e interpretación, hace ya muchos años, cuando, siendo aún estudiante universitario, me movía en un ambiente un tanto bohemio, en un mundo de ecologistas, objetores de conciencia y aspirantes a ser actores, titiriteros, artesanos, pintores o músicos.

Aunque mi vida actual sea bastante convencional, me llama mucho la atención aún ese ambiente, mucho más que el mundo en que me muevo de médicos, ingenieros o abogados, politiquillos y trepas sin escrúpulos. La danza y el baile me siguen pareciendo algo mágico, una extraña disciplina del alma que nos conecta con lo mejor de nosotros, con nuestro ser oculto de elfos y hadas, de magos, duendes o lamias que pueden transmutar a voluntad la realidad, y a la vez nos permiten reencontrarnos con nuestro ser primitivo y salvaje. Sin embargo, como al australopitecus civilizado que soy, me sigue dando corte bailar en público, desfogarme, perder el control.

Las clases de interpretación con Luis Olmos eran casi monográficos sobre “el método”. Para cualquiera que haya vivido de cerca el ambiente teatral, ya sea como actor o como simple espectador, “el método” solo puede referirse a una cosa: al sistema de formación de actores ideado por Constantin Stanislavski en los últimos tiempos de la Rusia de los zares.

Recuerdo varias cosas más de aquellos cursos: los textos de Anton Chejov y Tennessee Williams, un alumno que entraba desnudo desde la calle y mi compañero Jorge, que me daba verdadero miedo en una escena compartida. Recuerdo también una lección genérica, válida para cualquier situación de la vida, en la que Luis insistía: un actor, una persona, debe tener las antenas siempre en funcionamiento y buscar constantes puntos de vista.

Tener antenas es fijarse en todo lo que sucede a nuestro alrededor, estar despierto a todo, observar el mundo sin perder un detalle. Además debíamos rastrear puntos de vista sobre aquello que sucedía en nuestro entorno. Éramos una máquina de sentir, que captaba aquello que en nosotros despertaba lo observado y lo vivido, la repulsión, el temor, el cariño o la indiferencia. E improvisábamos, constantemente, ante los nuevos estímulos y sensaciones.

Hoy compruebo a menudo que mis antenas no están en funcionamiento la mayor parte del tiempo, que están paralizadas, que han perdido, en gran medida, su conexión con el mundo. Las cosas suceden a mi lado sin que apenas me de cuenta, como soplos de aire que apenas rozan mi cara, mis oídos, las diminutas células de mi retina. Tal vez sea cuestión del paso del tiempo o tal vez el mundo, al fin y al cabo, no sea tan interesante. Acaso me esté vegetalizando, mineralizando, convirtiendo en materia inerte.

Trato de dar brillo a mis antenas oxidadas. Salgo a la calle. Observo las cosas superficialmente, forzándome a hacerlo. Doy pequeños puntos de vista triviales, desvirtuados y sin fuerza, y me vuelvo a perder, segundos después, en el oscuro bosque de la mente.

Vuelvo una y otra vez a bucear en busca del niño despierto que fui, el chaval de Sarratu que observaba el mundo absorto, sonriente y admirado, con los ojos bien abiertos y unas enormes antenas.

2010/07/25

EL GRITO QUE ANUNCIA LA MUERTE


OSWALDO GUAYASAMÍN


Un amigo mío, Stanislav, me contó un hecho extraño: “El día que murió mi padre estaba yo con él en su habitación”, dijo. “Se veía que ya no tenía fuerzas, que estaba exhausto, y sabíamos que aquel era el final, que no se podía hacer nada. Me quedé a su lado, terriblemente apenado, y de repente escuché un pequeño grito. No se si salió de su garganta, pero yo hubiera dicho que no, que venía de al lado de su cama, pero que no era él quien lo había emitido. Tampoco era un grito desgarrador, sino algo natural, como si fuera un fenómeno normal, como el viento, la nieve o la lluvia. Poco después, la enfermera apareció y nos dijo que todo había acabado”.

“Recuerdo que le hice un comentario sobre aquel grito. La enfermera me miró, sin parecer sorprendida, y no dijo nada. Simplemente me dio un beso en la mejilla, me dijo que lo sentía enormemente, que le había cogido mucho cariño a mi padre, y salió. Creo que lo dijo de corazón. Siento no haber vuelto a ver a aquella mujer. Creo que era alguien que valía la pena”.

Pocos días más tarde, estando en un bar con un grupo grande de amigos, se me ocurrió comentar lo que había dicho Stanislav. Creo que a la mayoría le pareció que no era un tema para hablar en una conversación distendida, alrededor de unas cervezas, como aquella, pues se quedaron callados, un tanto incómodos. Sin embargo, Shamash, otro amigo a quien veía muy poco, intervino entonces: “Es extraño. Cuando murió mi abuelo yo escuché algo muy parecido. Estábamos todos a su alrededor y creo que fuimos varios los que lo oímos claramente, aunque no quisimos hablar de ello después. Era como si alguien invisible lanzase un pequeño grito, sin demasiada fuerza, pero perfectamente audible. Era incluso hermoso, alegre. Me acuerdo como si lo estuviera escuchando ahora mismo”.

Esa coincidencia me hizo interesarme por el tema. Pregunté a algunos conocidos que habían perdido recientemente a un familiar. Nadie recordaba nada así. Luego miré en internet. Probé con las palabras muerte y grito en inglés, alemán y francés, idiomas en los que soy capaz de leer con ciertas dificultades. Encontré millones de páginas que relacionaban ambos términos. Pasé unos días entrando y saliendo de ellas.

Solo encontré una página que me interesó. Además, para mi sorpresa, estaba escrita en castellano, mi propio idioma materno. No aparecía por ningún lado el nombre del autor ni su país de procedencia. Relataba experiencias muy similares a las vividas por Stanislav y Shamash, a todo lo largo del mundo, en la India, en Namibia, en Liberia, en Islandia, en el Perú y en cientos de lugares más, por personas de todas las razas y de cualquier condición social.

Quien describía estos hechos aventuraba una hipótesis. Existe otro mundo y es, sin duda, un buen lugar. Allí estuvimos una vez. De allí venimos todos. Allí hay mucha gente que nos quiso y que aún nos echa en falta, como hay gente que nos quiere en este mundo y nos echará en falta cuando ya no estemos. El grito demuestra la alegría del universo, de sus fuerzas ocultas, porque volvemos a ser una parte de él, de ese todo del que un día, inocentes, partimos.


2010/07/16

EL VENENO INSTANTÁNEO




En un desván de Kisangani un muchacho africano ve por primera vez el mar. Dibujos de barcos en cartones rotos, fotografías de playas azules donde anochece, de tempestades, de ahogados que flotan sobre las olas.

Mira los libros desparramados sobre el suelo. Lee difícilmente en inglés. Con gran paciencia consigue descifrar una antigua historia: en el Mar de Baffin perdieron la vida cien marineros y entre ellos su capitán, John Franklin.

Guarda un viejo sextante que huele a sal entre sus ropas y se aleja por las calles en sombra, apretando su cuerpo a los muros, como un ladrón de tesoros.