La Tarantella tiene una paciencia infinita. Sabe que su veneno es necesariamente mortal, que en un minuto puede asesinar a cualquiera de sus enemigos, pero al igual que hace un guerrero samurai, lo guarda pacientemente pensando que la mayor cualidad de un ser de su condición consiste en no utilizar jamás ese poder inquietante.
Los demás, curiosamente, toman como una debilidad lo que es su gran fortaleza y se burlan de ella considerándola una zancuda miserable y sin carácter. La Tarantella se queda pensativa y solo dice en su defensa que ambas cosas, el veneno y la paciencia, están en su ser más profundo, en su verdadera naturaleza.
La Tarantella practica extraños rituales para lograr el dominio de sí misma. Asciende cumbres, paredes y árboles, se cuelga de techos y ramas como una escaladora consumada y, así, cabeza arriba o cabeza abajo, otea todo aquello que la rodea como un maestro del zen, o como un escritor de haikus que intenta desvelar todo lo que existe y por tanto, momentáneamente es.
A veces la Tarantella está tentada de utilizar su veneno contra sí misma, con tal de no correr el riesgo de hacer daño a ningún otro ser vivo. Sabe que así tal vez morirá, pero cree que la muerte es, de cualquier modo, el instante final de todos los seres vivos, ya sean malvados o benévolos, mortíferos o indefensos, y que tal vez, al fin y al cabo, no exista un veneno más dulce.