2008/06/28

SAPOS Y PRÍNCIPES


Hay sapos que se creen príncipes y, por supuesto, príncipes que se ven a sí mismos como sapos. No es excesivamente difícil reconocer a unos y otros. Los sapos van casi siempre en grupos de sapos, comen y beben abundantemente, se ríen y se pasan chismorreos. Demuestran una gran habilidad para juntarse con quienes, al igual que ellos, creen ser príncipes y, en general, miran con condescendencia y superioridad a los verdaderos príncipes, que se hacen a un lado para dejar pasar al séquito de sapos, envarados y orgullosos, pues desconocen su verdadera naturaleza.

Los sapos deben mucho a los príncipes, pero jamás llegarán a reconocerlo. Creen hacerles un favor con su sola presencia. Siempre hay uno o varios príncipes atentos a los deseos de los sapos, que, sin embargo nunca los admiten en sus grupos, pues un verdadero príncipe desentonaría entre ellos. Buscan incansablemente la compañía de los sapos de mayor rango, que bien por su edad o por su habilidad para sobrenadar sobre aguas turbias o claramente putrefactas, ocupan un lugar de privilegio en el escalafón de la ciénaga.

Los sapos se introducen con fervor en círculos políticos. Son habitualmente derechistas moderados o izquierdistas desteñidos, y evolucionan con frecuencia de uno a otro lugar, convencidos de abrigar las causas más justas, mientras cavilan hacia qué lado deberán inclinar sus próximos pasos, que les permitan inflarse más aún de comida y de bebida. La orondez, en general, es una característica de los sapos. Los príncipes, por el contrario, son enclenques y descoloridos y desprecian el poder y el dinero. Invitan constantemente a los sapos a pequeñas libaciones, a café y a licores que ellos mismos apenas prueban, por timidez y respeto a las jerarquías.

Es catastrófico que un sapo llegue al poder, y ya que son infinidad los que lo han conseguido, el mundo es el que es, un rosario de catástrofes, un mare mágnum de violencia, un lodazal pantanoso donde muchos perecen ahogados por el peso de aquellos que se suben a sus espaldas tratando de llegar a ser príncipes. Muchos países están gobernados por Consejos de Sapos. Un solo príncipe podría salvarlos, haría soñar a la gente mientras ellos se embolsan las considerables sumas de sus impuestos. Si supieran esto nombrarían uno o dos príncipes, con sueldos inferiores, por supuesto, para carteras decorativas. Ellos sabrían conmover a las masas, a las turbas formadas por insectos, mamíferos, vertebrados, por sapitos y dulces príncipes que sueñan con que nunca podrán ser otra cosa que sapos.

Muchos sapos son ingenieros, farmacéuticos, abogados o médicos, diplomados en óptica, directores de empresa, constructores, psicólogos, aparejadores, dentistas. Pero la condición de sapo no es solo una característica mental. Su propia constitución física les impide relacionarse con quienes no pertenecen a su clan. El tacto de su piel, que ellos creen fina y suave, es en realidad rugosa y granulada. Sus órganos sexuales solo se complementan con los de otros sapos y les resulta materialmente imposible relacionarse libidinosamente con príncipes auténticos.

A los sapos les gusta la comida y la bebida, y prefieren siempre, en cualquier ámbito de la vida, la cantidad a la moderación y la mesura. Sus coches son grandes y ostentosos y sus casas parecen palacios o residencias veraniegas. Solo utilizan marcas reconocidas, recomendadas por otros sapos, elegantes pero rancias y fuera de moda.

Los sapos que se creen príncipes acostumbran a morir a una edad relativamente temprana. La vida califica a las personas de forma inapelable como sapos o príncipes, sin tener en cuenta la propia opinión, y les cobra por adelantado todo aquello que tomaron de más del mundo, lo que arrebataron a otros. Y si, extrañamente, sobreviven hasta ser ancianos, su propia naturaleza de sapos queda a descubierto. Engordan y se llenan de pústulas, y el único sonido que sale de sus bocas es un croar sin sentido, en absoluto delicado o armonioso.

¿Recuperarán algún día los príncipes su lugar en el mundo?. Nadie lo puede saber. Nadie conoce tampoco a ciencia cierta si en ese caso improbable, el mundo no pasaría a ser tan solo un caos alegre, un paraíso destartalado y feliz.

Todo somos a una vez príncipes y sapos. Con el paso del tiempo, nuestra naturaleza principesca se va diluyendo, nos dilatamos y nos cubrimos de pequeños bultos y manchas, de escamas y lunares. Observamos pasar con a los jóvenes príncipes, inconscientes de serlo, humildes y bellos, y escupimos al suelo, con desprecio, una gota de veneno.