Le llamaron Lucifer sin tiempo de haber sabido si sería un niño bueno o malo. Tal vez lloró demasiado en el momento de su nacimiento o mordió la mano de la comadrona con su boca sin dientes o puede que hiciera sus necesidades encima de alguna tía lejana que acudió a visitarlo.
Fue un niño sin historia. No asaltó huertos de fruta ni anduvo en aventuras prohibidas. Tampoco maldijo a sus padres ni atemorizó a sus hermanas. Tanto es así que ni él sabe con certeza si tuvo niñez o se convirtió ya de pronto en adulto.
De todos creía que eran mucho mejores que él mismo, así que trató de contentarlos a todos y escuchar qué decían. Así, de observar y de oír pasó a tener grandes conocimientos sobre el ir y venir de las cosas y a ver la vida más como es que como parece. Sin casi darse cuenta se convirtió en un maestro del silencio.
Se casó con una muchacha muy hermosa que no deseaba grandes casas o automóviles sino alguien que la quisiera y que estuviera a su lado en los momentos turbios. Después asistió al nacimiento de sus niños como quien descubre un milagro. No habló durante días, pero su mujer le sintió dentro de sí a cada momento. Sus sentidos estaban concentrados en no perder un instante de esa vida diminuta que parecía encerrar el secreto del universo.
Hoy Lucifer es mayor, casi viejo. Sin querer, se ha dado cuenta de que puede adivinar el espíritu oculto de la gente. No analiza nada, no interpreta nada. Simplemente mira y se queda en silencio. Transcurridos unos pocos segundos casi todos empiezan a hablar, como si estuvieran aguardando el instante de abrir un sendero a sus sentimientos. Él los observa y escucha, sin hacer ningún juicio. A veces les toma la mano o se apoya en el hombro de quien se encuentra a su lado, y ellos le dicen todo lo que él ya creía saber.
Lucifer ama, sufre y observa, esa es su única vida. Besa a su mujer, juega con sus niños y contempla la vida que transcurre sin pausa desde que empezaron los tiempos. Sabe que no es más que ninguno, que es, al igual que todos, solo una brizna de hierba, una chispa que prende la tierra, una tenue ráfaga de viento.
Fue un niño sin historia. No asaltó huertos de fruta ni anduvo en aventuras prohibidas. Tampoco maldijo a sus padres ni atemorizó a sus hermanas. Tanto es así que ni él sabe con certeza si tuvo niñez o se convirtió ya de pronto en adulto.
De todos creía que eran mucho mejores que él mismo, así que trató de contentarlos a todos y escuchar qué decían. Así, de observar y de oír pasó a tener grandes conocimientos sobre el ir y venir de las cosas y a ver la vida más como es que como parece. Sin casi darse cuenta se convirtió en un maestro del silencio.
Se casó con una muchacha muy hermosa que no deseaba grandes casas o automóviles sino alguien que la quisiera y que estuviera a su lado en los momentos turbios. Después asistió al nacimiento de sus niños como quien descubre un milagro. No habló durante días, pero su mujer le sintió dentro de sí a cada momento. Sus sentidos estaban concentrados en no perder un instante de esa vida diminuta que parecía encerrar el secreto del universo.
Hoy Lucifer es mayor, casi viejo. Sin querer, se ha dado cuenta de que puede adivinar el espíritu oculto de la gente. No analiza nada, no interpreta nada. Simplemente mira y se queda en silencio. Transcurridos unos pocos segundos casi todos empiezan a hablar, como si estuvieran aguardando el instante de abrir un sendero a sus sentimientos. Él los observa y escucha, sin hacer ningún juicio. A veces les toma la mano o se apoya en el hombro de quien se encuentra a su lado, y ellos le dicen todo lo que él ya creía saber.
Lucifer ama, sufre y observa, esa es su única vida. Besa a su mujer, juega con sus niños y contempla la vida que transcurre sin pausa desde que empezaron los tiempos. Sabe que no es más que ninguno, que es, al igual que todos, solo una brizna de hierba, una chispa que prende la tierra, una tenue ráfaga de viento.