Jizō nunca se casó, pero vivió feliz toda su vida con Daniele, el hombre al que conoció, mientras se debatía en terribles dudas sobre su destino, en el pueblo de Isumi, junto a la costa del Pacífico. Daniele había nacido en Savona, en el norte de Italia, y era actor y director de teatro, titulado en lenguas asiáticas y practicante de zen. En Italia había sido discípulo de la escuela de actores de Vittorio Gassman, por quien sentía una gran admiración. Jizō y Daniele vivieron largas temporadas en ambos países. Su casa de Savona era lujosa, una herencia de su abuelo, un industrial de éxito, y estaba en las afueras de la ciudad, al borde del mar Mediterráneo. El hogar de Tokio, por el contrario, era la vieja casa de la infancia de Jizō, pobre y deteriorada.
En ambos lugares la pareja recibía la visita de muchos amigos: lingüistas, literatos, actores, practicantes de yoga o zen, viejos taoístas, fotógrafos, pintores o viajeros. En ese ambiente irreal, lejos del mundo del dinero, los negocios y las posesiones materiales creció el hijo de ambos, Kizuki, rodeado en Italia de lujos invisibles, y de muchachos de clase media, hijos de obreros, en Japón.
Jizō no renunció a cultivar sus raíces, su propio mundo. El pequeño Kizuki le proporcionaba cada día una relación directa con la vida y las obligaciones cotidianas. Mantuvo, además, fecundas amistades y viajó por su cuenta, sola o en compañía de otras amigas. Estuvo en África, en Brasil y en Finlandia. En uno de sus viajes, incluso, creyó enamorarse de otra persona, pero la ilusión pasó muy pronto, como una tormenta en el mar.
Después, Jizō se dedicó a cumplir uno de sus grandes deseos, escribir cuentos infantiles y novelas de misterio. El protagonista de todas ellas, Kare, un detective japonés, descubre el submundo de Tokio, poblado de presencias misteriosas, de entes invisibles que ejercen una influencia cierta en las vidas de sus habitantes, gente que no aparece en los noticiarios ni en las revistas de aparatos electrónicos. El policía trata de aclarar crímenes inexplicables, secuestros o robos, y se encuentra una y otra vez con los antiguos espíritus nipones que luchan por sobrevivir, que participan en complots, en luchas políticas contra el nuevo mundo que los va arrinconando. También pueblan las páginas de sus libros grupos organizados que defienden el antiguo Japón heroico, la potencia anterior a la guerra, y que claman venganza por las bombas atómicas, muchachos suicidas que dan su vida por un pasado que jamás conocieron, soldados perdidos que regresan muchos años después a un país que no reconocen. Hay también hombres ocultos en casas de bambú que visten túnicas de samurai, que rechazan los productos extranjeros y dominan las artes guerreras del kendo y el jiu-jitsu.
El primer libro de Jizō tuvo un gran éxito. Sin embargo, poco antes de publicar el segundo, que ya estaba en la imprenta, feliz con su relación familiar y habiendo alcanzado el reconocimiento público por su obra, sufrió un ataque al corazón mientras hacía deporte en el parque Shiba-Koen. Mientras una ambulancia la transportaba al hospital, en una gran pantalla situada en un cruce de calles tuvo una última visión, el rostro alegre de un viejo espíritu nipón que le daba la bienvenida a un nuevo mundo, el mundo de las personas que se fueron, de los viejos espíritus minerales y vegetales, de las flores marchitas de gingko.
En ambos lugares la pareja recibía la visita de muchos amigos: lingüistas, literatos, actores, practicantes de yoga o zen, viejos taoístas, fotógrafos, pintores o viajeros. En ese ambiente irreal, lejos del mundo del dinero, los negocios y las posesiones materiales creció el hijo de ambos, Kizuki, rodeado en Italia de lujos invisibles, y de muchachos de clase media, hijos de obreros, en Japón.
Jizō no renunció a cultivar sus raíces, su propio mundo. El pequeño Kizuki le proporcionaba cada día una relación directa con la vida y las obligaciones cotidianas. Mantuvo, además, fecundas amistades y viajó por su cuenta, sola o en compañía de otras amigas. Estuvo en África, en Brasil y en Finlandia. En uno de sus viajes, incluso, creyó enamorarse de otra persona, pero la ilusión pasó muy pronto, como una tormenta en el mar.
Después, Jizō se dedicó a cumplir uno de sus grandes deseos, escribir cuentos infantiles y novelas de misterio. El protagonista de todas ellas, Kare, un detective japonés, descubre el submundo de Tokio, poblado de presencias misteriosas, de entes invisibles que ejercen una influencia cierta en las vidas de sus habitantes, gente que no aparece en los noticiarios ni en las revistas de aparatos electrónicos. El policía trata de aclarar crímenes inexplicables, secuestros o robos, y se encuentra una y otra vez con los antiguos espíritus nipones que luchan por sobrevivir, que participan en complots, en luchas políticas contra el nuevo mundo que los va arrinconando. También pueblan las páginas de sus libros grupos organizados que defienden el antiguo Japón heroico, la potencia anterior a la guerra, y que claman venganza por las bombas atómicas, muchachos suicidas que dan su vida por un pasado que jamás conocieron, soldados perdidos que regresan muchos años después a un país que no reconocen. Hay también hombres ocultos en casas de bambú que visten túnicas de samurai, que rechazan los productos extranjeros y dominan las artes guerreras del kendo y el jiu-jitsu.
El primer libro de Jizō tuvo un gran éxito. Sin embargo, poco antes de publicar el segundo, que ya estaba en la imprenta, feliz con su relación familiar y habiendo alcanzado el reconocimiento público por su obra, sufrió un ataque al corazón mientras hacía deporte en el parque Shiba-Koen. Mientras una ambulancia la transportaba al hospital, en una gran pantalla situada en un cruce de calles tuvo una última visión, el rostro alegre de un viejo espíritu nipón que le daba la bienvenida a un nuevo mundo, el mundo de las personas que se fueron, de los viejos espíritus minerales y vegetales, de las flores marchitas de gingko.