KAYCEEUS
Margot observaba el cielo cada día, esperando ver formarse nubes de borrascas. Desde muy pequeña no veía dibujos animados o películas de mundos fantásticos sino espacios meteorológicos o documentales sobre ciclones y tempestades.
En el pequeño pueblo donde vivía con sus padres las tormentas rompían con gran intensidad sobre sus cabezas. Margot se asomaba a la ventana de su cuarto para verlas aproximarse. Allí contaba los segundos que transcurrían desde el brillo intenso del fogonazo hasta que la explosión violenta del trueno rompía el cielo.
Cuando la feroz tormenta estaba encima de su casa salía a verla, evitando los árboles y los objetos de metal, y permanecía inmóvil mirando al cielo nublado, empapándose de lluvia. En esos momentos se creía un ser superior, una hija de las auroras boreales, un pequeño átomo que se hubiera desprendido de las nubes.
Sus padres, preocupados, la pusieron en tratamiento. Sin embargo, la conclusión del médico psiquiatra que la atendió fue que Margot era de una inteligencia completamente normal y que nada en ella funcionaba de un modo extraño. “Es el mundo el que no va a su ritmo” concluyó el experto. Ya que no podía recetar tranquilizantes o antidepresivos a todo el planeta tampoco le pareció conveniente prescribir a Margot ningún medicamento, y solo le dio un consejo: “no dejes jamás que te menosprecien ni permitas que crezca en ti un ego desmedido”.
Con el paso de los años Margot empezó a trabajar como empleada de parques y jardines para el gobierno local. Después se casó y tuvo una hija a quien llamó Waitiri, como la temible diosa del trueno maorí. La niña, aún muy pequeña, veía la televisión durante horas y adoraba los videojuegos. Sin embargo, cuando escuchaba el sonido lejano de una tormenta, abandonaba de repente todo lo que estuviese haciendo y se quedaba absorta, como si escuchara una música maravillosa o aguardara la visita de un ser de otro mundo.
Margot observaba el cielo cada día, esperando ver formarse nubes de borrascas. Desde muy pequeña no veía dibujos animados o películas de mundos fantásticos sino espacios meteorológicos o documentales sobre ciclones y tempestades.
En el pequeño pueblo donde vivía con sus padres las tormentas rompían con gran intensidad sobre sus cabezas. Margot se asomaba a la ventana de su cuarto para verlas aproximarse. Allí contaba los segundos que transcurrían desde el brillo intenso del fogonazo hasta que la explosión violenta del trueno rompía el cielo.
Cuando la feroz tormenta estaba encima de su casa salía a verla, evitando los árboles y los objetos de metal, y permanecía inmóvil mirando al cielo nublado, empapándose de lluvia. En esos momentos se creía un ser superior, una hija de las auroras boreales, un pequeño átomo que se hubiera desprendido de las nubes.
Sus padres, preocupados, la pusieron en tratamiento. Sin embargo, la conclusión del médico psiquiatra que la atendió fue que Margot era de una inteligencia completamente normal y que nada en ella funcionaba de un modo extraño. “Es el mundo el que no va a su ritmo” concluyó el experto. Ya que no podía recetar tranquilizantes o antidepresivos a todo el planeta tampoco le pareció conveniente prescribir a Margot ningún medicamento, y solo le dio un consejo: “no dejes jamás que te menosprecien ni permitas que crezca en ti un ego desmedido”.
Con el paso de los años Margot empezó a trabajar como empleada de parques y jardines para el gobierno local. Después se casó y tuvo una hija a quien llamó Waitiri, como la temible diosa del trueno maorí. La niña, aún muy pequeña, veía la televisión durante horas y adoraba los videojuegos. Sin embargo, cuando escuchaba el sonido lejano de una tormenta, abandonaba de repente todo lo que estuviese haciendo y se quedaba absorta, como si escuchara una música maravillosa o aguardara la visita de un ser de otro mundo.