La belleza no es algo absoluto. Todos la valoramos de un modo unánime en determinadas ocasiones, ante un paisaje maravilloso, una obra artística o una persona de cuerpo esbelto y rasgos perfectos. Otras veces, sin embargo, lo que a nosotros nos parece hermoso a otros les resulta extraño, indiferente o incluso desagradable. Nadie más que nosotros se fija en esa libélula que flota ante nuestros ojos, en una pequeña flor imperfecta, en el hombre o la mujer que nos hace perder el norte y el sur, el pasado y el presente.
A Jacobe nunca le fue demasiado bien con las princesas terrestres. Conoció a muchas, pero no llegó a comprometerse con ninguna de ellas. Cada nueva candidata parecía perfecta a los ojos de sus familiares y amigos, pero él las rechazaba sin tan siquiera intentar una mínima aproximación.
Sin embargo, a los cincuenta y dos años conoció a Adhara, la mujer de su vida, su princesa alienígena. No hubiera sabido identificar su planeta de origen, si provenía de Venus, de Marte, de Plutón o de Deneb, la estrella más brillante de la Constelación del Cisne. Era una lástima que ya fuera tarde para que tuvieran hijos. Hubieran sido unos extraterrestres preciosos, con dos narices y cuatro brazos, con una sonrisa estelar y una mirada tan profunda como un agujero negro.
La vida le negó la paternidad, uno de sus mayores deseos, pero le proporcionó, en cambio, una pasión sencilla y misteriosa, una felicidad secreta que fue para él más valiosa que cualquier posesión material. Esa felicidad, sin embargo, solo le duró once años. Tras este tiempo, cuando él tenía ya sesenta y tres, la princesa enfermó, tal vez a causa de algún extraño virus contra el que los habitantes de su lejana luna no estaban inmunizados y se fue extinguiendo poco a poco hasta que abandonó este planeta, camino de algún lugar desconocido del cosmos.
Jacobe es inmensamente desgraciado desde entonces, pero siente que su vida se justifica plenamente por haber conocido a Adhara. A menudo siente su presencia cercana, como si aún durmiera a su lado, como si se la pudiera encontrar esperándolo a la salida del trabajo o como si fuera a recibir en cualquier momento su llamada telefónica.
Últimamente Jacobe ha observado un extraño suceso. Si desea algo con fuerza y piensa en ella siempre, tarde o temprano, lo obtiene. Ha logrado progresar en su trabajo, se mantiene sano y fuerte, tiene dinero y amigos, ha comprado una hermosa casa junto al mar, con un jardín de grandes camelias, las flores favoritas de Adhara. Desde allí, cada noche, mira a las estrellas y olvida por un momento sus pensamientos amargos. En ese momento no desearía otra cosa que ser un ser del espacio, un caballero alienígena que recorriera el firmamento en su busca, sin regresar jamás.
A Jacobe nunca le fue demasiado bien con las princesas terrestres. Conoció a muchas, pero no llegó a comprometerse con ninguna de ellas. Cada nueva candidata parecía perfecta a los ojos de sus familiares y amigos, pero él las rechazaba sin tan siquiera intentar una mínima aproximación.
Sin embargo, a los cincuenta y dos años conoció a Adhara, la mujer de su vida, su princesa alienígena. No hubiera sabido identificar su planeta de origen, si provenía de Venus, de Marte, de Plutón o de Deneb, la estrella más brillante de la Constelación del Cisne. Era una lástima que ya fuera tarde para que tuvieran hijos. Hubieran sido unos extraterrestres preciosos, con dos narices y cuatro brazos, con una sonrisa estelar y una mirada tan profunda como un agujero negro.
La vida le negó la paternidad, uno de sus mayores deseos, pero le proporcionó, en cambio, una pasión sencilla y misteriosa, una felicidad secreta que fue para él más valiosa que cualquier posesión material. Esa felicidad, sin embargo, solo le duró once años. Tras este tiempo, cuando él tenía ya sesenta y tres, la princesa enfermó, tal vez a causa de algún extraño virus contra el que los habitantes de su lejana luna no estaban inmunizados y se fue extinguiendo poco a poco hasta que abandonó este planeta, camino de algún lugar desconocido del cosmos.
Jacobe es inmensamente desgraciado desde entonces, pero siente que su vida se justifica plenamente por haber conocido a Adhara. A menudo siente su presencia cercana, como si aún durmiera a su lado, como si se la pudiera encontrar esperándolo a la salida del trabajo o como si fuera a recibir en cualquier momento su llamada telefónica.
Últimamente Jacobe ha observado un extraño suceso. Si desea algo con fuerza y piensa en ella siempre, tarde o temprano, lo obtiene. Ha logrado progresar en su trabajo, se mantiene sano y fuerte, tiene dinero y amigos, ha comprado una hermosa casa junto al mar, con un jardín de grandes camelias, las flores favoritas de Adhara. Desde allí, cada noche, mira a las estrellas y olvida por un momento sus pensamientos amargos. En ese momento no desearía otra cosa que ser un ser del espacio, un caballero alienígena que recorriera el firmamento en su busca, sin regresar jamás.