La vida de Andrea era una carrera hacia sí misma. Nadie era su enemigo, cada ser que se movía a su lado no era sino un espíritu dentro de un cuerpo hermoso, repulsivo o anodino, un hermano en su camino por el mundo, un viajero de las estrellas.
Los demás eran muy importantes en su vida. Quería apasionadamente a Olivo, su pareja, a sus padres y a sus tres hermanas. Se sentía afortunada en su trabajo, tenía cinco o seis amigos de verdad y la gustaba rodearse de gente distinta y poder escucharlos, pues consideraba que cualquier ser humano la superaba en algún aspecto y le podía enseñar algo. Pero ninguno de ellos, ni siquiera Olivo, su compañero, eran su fin en el mundo ni tenían poder sobre su alegría o su felicidad. Ella marcaba sus propios límites, pues sabía que ellos solo la acompañarían un tramo su vida. Ella, y nadie más en el mundo, eran su razón de ser y su destino.
Sin embargo, el día que perdió a la pequeña criatura que llevaba en su interior, la boca se le llenó de alfileres. La había sentido dentro de sí, como un pulso discontinuo, como una corriente marina, como cae la nieve. Contra la opinión de todos, pidió ver su cuerpo minúsculo. Acudió a una pequeña sala muy iluminada y se quedó mirándolo largamente, desgarrada por una tristeza infinita.
Su vida se desbocó para siempre. No quiso ningún otro niño que ocupara el lugar de aquél. Se sentía deprimida y triste. Acudía a trabajar y realizaba sus tareas cotidianas, pero casi no hablaba con nadie. Olivo la consolaba atento y dispuesto. Permaneció así varios años, con él siempre a su lado, como un ángel custodio, hasta que empezó a sentir una pequeña mejoría.
Han pasado muchos años desde entonces. Andrea ha iniciado un lento camino de vuelta a sí misma. Lee, pasea, medita o habla con sus amigos de siempre, pero nunca ha logrado asimilar su dolor. Su boca aún está llena de pequeñas alfileres que la despiertan cada noche, como una tormenta infinita que habitara en su cerebro.