CLAUDIO BRAVO (Chilaba verde y azul)
Aquel había sido un año muy malo para Salim y su familia. El muchacho estuvo a punto de morir de neumonía, después de pasar una noche en la plaza de Mekhnez escuchando los cuentos de los derviches y los viajeros de las caravanas. Le maravillaban sus historias. Lo ingresaron en un viejo hospital, donde mujeres con el rostro cubierto por varios velos lo cuidaron con muy pocos medios y un derroche de ternura. Cuando ya todos le daban por muerto, Salim mejoró inesperadamente y unos días después estaba correteando de nuevo por las callejuelas del zoco.
Días después detuvieron a su tío Shiban por una discusión sobre temas religiosos en la barbería del barrio. Su tío era sufista en un tiempo en que los vientos del Islam no eran muy propicios para esta corriente mística y librepensadora. En un principio, la familia entera se escondió, temiendo ser denunciados a su vez por algunos vecinos envidiosos. No salieron de su escondite, en la parte de atrás de una cuadra de caballos abandonada, en el transcurso de un mes. Luego, unos parientes les dijeron que no había nada contra ellos y volvieron a su hogar.
Shiban seguía en prisión. Su sobrino iba cada día a la cárcel a llevarle noticias y comida. Estaba encerrado en una celda del piso superior. Al llegar, Salim gritaba su nombre. Entonces el tío asomaba su mano y un trozo de cara entre los barrotes. El muchacho se hizo amigo de los guardias y los carceleros, que entregaban a su tío casi toda la comida que traía. La última vez que acudió se lo encontró caminando por la calle, libre, con su chaqueta colgada al hombro. Venía silbando y al ver a su sobrino se abrazó a él. De camino a casa le dijo: “No dejes que nadie te obligue a cambiar tu forma de pensar. Cállate si prefieres, pero no tengas miedo a ser como eres”.
En los meses siguientes, la vida de Salim dio un vuelco inesperado. Comenzó a trabajar en el puesto de telas más elegante del mercado. Allí demostró ser un vendedor excepcional, cariñoso con todos, atento y ocurrente. Los vecinos acudían a la tienda a contar los sucesos del día, sus amores y sus riñas y, una vez liberados del peso que traían consigo, se quedaban extasiados a escuchar las historias del muchacho, mezcla de todos los cuentos que había oído y de los personajes añadidos por su imaginación portentosa.
Casi todos los días acudía una hermosa muchacha a su puesto del mercado. Se quedaba mirando las telas, hasta que se detenía en un pashmina de seda de color rojizo, con bellas incrustaciones que apenas eran visibles. Siempre hacía lo mismo. Revisaba otras telas distraídamente, hasta que se detenía durante varios minutos delante de la pashmina, como si estuviera embrujada por su tacto, su color y sus piedras preciosas, que brillaban como pequeños diamantes. La muchacha ni siquiera preguntaba el precio. Parecía tener claro que jamás podría comprarla.
Salim quería decirle algo, pero en su presencia palidecía y se quedaba mirando al suelo, sin atreverse a hablar. Cuando la veía su originalidad desaparecía como por efecto de un encantamiento.
La muchacha, de repente, dejó de asistir a la tienda. Salim la echó en falta durante días, semanas y meses. A punto de transcurrir un año sin verla, nervioso y cabizbajo, sin fuerza para escuchar a nadie o inventar nuevas historias, se prometió que si volvía a acudir a la tienda le declararía su amor por medio de la historia más hermosa del mundo.
Una tarde, un cliente le habló largamente de sus desventuras y él, a su vez, abrumado por su propia desgracia, empezó a contar un triste relato de desamor, su propia historia, en absoluto bella ni original. La gente se fue arremolinando alrededor del puesto. Incluso los otros vendedores se acercaban, mirando de reojo a su mercancía.
El protagonista del relato de Salim, atormentado y triste, pierde a la mujer de su vida por su insensatez, por su temor al rechazo y a la desdicha. Queriendo olvidar, viaja por todo el mundo. En la India acude a un mago que le dice: “Haz lo que sientes, sin temor alguno, de un modo amable y respetuoso. No cedas al temor. El miedo aniquila la mente”. El mago del relato se llama Shiban, como su tío. Cuando termina la historia, aún sin final, y regresa del lugar indefinido donde se hallaba, ve al fondo a la muchacha, con el rostro cubierto de lágrimas. Entonces, sin perder un instante, Salim sale de la tienda y se acerca a ella, ofreciéndole la pashmina de seda roja, el presente más valioso de su puesto, y con un gesto que no admite duda le ofrece para siempre su corazón, sus palabras, sus pensamientos.
Una tarde, un cliente le habló largamente de sus desventuras y él, a su vez, abrumado por su propia desgracia, empezó a contar un triste relato de desamor, su propia historia, en absoluto bella ni original. La gente se fue arremolinando alrededor del puesto. Incluso los otros vendedores se acercaban, mirando de reojo a su mercancía.
El protagonista del relato de Salim, atormentado y triste, pierde a la mujer de su vida por su insensatez, por su temor al rechazo y a la desdicha. Queriendo olvidar, viaja por todo el mundo. En la India acude a un mago que le dice: “Haz lo que sientes, sin temor alguno, de un modo amable y respetuoso. No cedas al temor. El miedo aniquila la mente”. El mago del relato se llama Shiban, como su tío. Cuando termina la historia, aún sin final, y regresa del lugar indefinido donde se hallaba, ve al fondo a la muchacha, con el rostro cubierto de lágrimas. Entonces, sin perder un instante, Salim sale de la tienda y se acerca a ella, ofreciéndole la pashmina de seda roja, el presente más valioso de su puesto, y con un gesto que no admite duda le ofrece para siempre su corazón, sus palabras, sus pensamientos.