La primera vez que la vio desnuda, Kalu descubrió una media luna oscurecida en la base del cuello de la mujer que amaba. No se atrevió a interrogarle sobre el origen de la marca, pero se despertó alterado a medianoche, pensando en ello.
Se lo preguntó por la mañana, mientras desayunaban. Ella se rió pero no dijo nada. No lo hizo tampoco los siguientes años de su noviazgo, cada vez que el muchacho devoraba el sabor de su cuello buscando en él el destino de su vida.
Estaba claro que no se trataba de un tatuaje. Más bien parecía una marca de nacimiento o una cruel impresión hecha a fuego que pretendía hacer visible algún hecho que su pasado ocultaba.
Vivieron juntos muchos años y tuvieron cinco hijos. La media luna seguía allí, año tras año, un parto tras otro, pero las explicaciones de la mujer nunca llegaban. Ante su insistencia, un día, a modo de respuesta, ella le dijo: “Moriré antes que tú. Lo sabrás en mi lecho de muerte”.
A pesar del castigo infligido a su cuerpo por los hijos y el duro trabajo, ella siempre se mantuvo sana, esbelta y firme. Cada noche buscaba ansiosa el torso desnudo de su marido, como si lo desease con una fuerza inaudita, o como si aún quisiera tener hijos imposibles.
Cuando la mujer enfermó de forma inesperada, Kalu no quiso recordar la respuesta pendiente. En aquellos instantes, cuando perdía la mitad de su vida, esa era su última preocupación. Sin embargo, se dio cuenta de que, en aquel terrible trance, la media luna se iba borrando poco a poco, como si el pequeño satélite, reflejado en la piel de la mujer, le hubiera transmitido hasta entonces su fuerza magnética o como si, muchos años atrás, el oscuro cuerpo celeste la hubiera traído a la vida.