2010/03/11

CAJAS DE ZAPATOS


MARY CASSAT (Young Mother Sewing)


Zizari fue una niña prematura. Nació en casa de su madre tras permanecer en su vientre durante seis meses y medio. Con ese tiempo de gestación, por entonces, los recién nacidos tenían muy pocas posibilidades de sobrevivir. Los libros médicos decían que el límite inferior compatible con la vida era de 1500 gramos. Zizari solo pesó 900. La comadrona, con una mínima esperanza de que pudiera salvarse, se la llevó, enrollada en una toalla, a su propia casa, y la puso frente a la estufa, dentro de una caja de zapatos que llenó con copos de algodón. La criatura estuvo a punto de morir por sus propias dificultades y porque no era capaz de alimentarse del pecho de su madre, que pasaba a su lado el día entero. El calor de la estufa, la luz de una bombilla eléctrica y la ayuda solícita de las vecinas consiguieron que Zizari se mantuviese con vida, si bien fue ganando peso muy lentamente. La niña nació en pleno verano, un 22 de julio, y por la tarde la comadrona la sacaba a la terraza colocándola sobre una mecedora, en su caja de cartón, para que el sol la mantuviese caliente.

Por suerte, Zizari no padeció ninguna secuela en su vida posterior. Fue una niña feliz, tal vez algo más pequeña y delgada que las demás, tal vez distinta de todas. Apenas comía y tenía unos ojos casi traslúcidos. Hizo la misma vida de todos los niños. Jugó con amigas y amigos, se golpeó y se hizo heridas, fue a la escuela, estudió una carrera, tuvo enemistades y amores, se casó y engendró dos hijos que jamás necesitaron dormir en cajas de zapatos, al calor de una bombilla o una estufa.

La línea de su vida dio paso a otras vidas posteriores, surgidas de mil casualidades, de conjunciones de espacios y tiempos sutiles. Que sus padres se conocieran por un azar afortunado, que no muriese cuando todos así lo aguardaban, que conociera a un hombre que dio su vida por ella, que otro más no se atreviera a dar un paso justo a tiempo.

Zizari amó a los dos hombres a la vez, a ninguno más que al otro. Los añoraba a los dos, soñaba con ellos, deseaba besarlos cada día y acariciar su piel, dormir abrazándolos como si fueran fragmentos de un mismo cuerpo.

Al final de su vida, Zizari se convirtió una anciana extraña, ajena al mundo. Murieron, casi a un tiempo, sus dos hombres. Sus hijos apenas la visitaban. No juntaba palabras o números en crucigramas o pasatiempos, no visitaba los cafés, no veía la televisión, no jugaba a las cartas. Pasaba el día observando la vida, escuchando a los otros, mirando en el interior de sus ojos, descubriendo intenciones en las líneas quebradas de los labios, añorando a sus hijos, recordando sus viejos amores, acariciando la piel anciana de la chiquilla indefensa que fue y que aún era, de la niña recién nacida cuyos sueños cabían en una caja de zapatos.