Cada vez que baño a Zack, mi único hijo, puedo ver cómo su tamaño se va reduciendo, poco a poco, hasta casi desaparecer. Se va volviendo igual que un pececillo, y luego parece solo una larva diminuta. Es entonces cuando lo saco de la bañera, temiendo que vaya a volverse invisible, que lo devore algún mosquito agazapado entre el gel y el champú, que se cuele por la rejilla del desagüe o que no pueda reconocerlo entre las pequeñas burbujas de agua.
Después lo pongo a secar y puedo ver cómo recobra poco a poco su tamaño natural y cómo va creciendo hasta ser nuevamente lo que era, un niño de cuatro años que pesa catorce kilos, que habla, ríe y corretea por todos lados, persiguiendo a los gatos, inventando palabras, pidiendo incansablemente cosas tan sencillas que resulta imposible conseguirlas.
Una vez, después de bañarlo, lo puse, como siempre, a secar. Se había vuelto otra vez muy pequeño, diminuto como una lágrima. Lo coloqué junto al fogón de la cocina, no muy alejado del fuego, para que le llegase un poco de calor. De manera imprevista me puse a cocinar y una gota de aceite caliente saltó de la sartén y cayó sobre él. Aún no había recuperado su tamaño sino muy levemente. Me puse a gritar como un loco. Temí haberle matado.
Observé, aterrorizado, cómo iba recuperando su tamaño normal. Estaba más aletargado que nunca, pero aún respiraba y su corazón latía débilmente. Se recuperó, por fortuna, pero desde entonces tiene una mancha amarilla sobre el pecho que le salpica ligeramente la cara, como si estuviera maquillado para una fiesta de carnaval o como si fuera un ser del futuro. Los médicos me han dicho que esa mancha nunca desaparecerá.
Desde entonces, Zack, mi niño querido, la razón de mi vida, odia el agua. Cada vez que me ve mira con recelo, como si no lo quisiera o como si pensara que espero una ocasión para volver a dañarlo o buscar su muerte.