2010/04/18

AMAMA


JONATHAN VINER (Jilted)


Amama fue la única persona que entendió mi separación. Aproveché una comida familiar para contar a todos lo que había sucedido. Había sido infiel a mi mujer durante meses, ella se había enterado al fin y, probablemente con razón, me había echado de la casa que habíamos compartido hasta entonces. “No me arrepiento”, les dije. No, no me arrepentía. Entre nosotros no había ya más que una amistad distante y fue entonces cuando me enamoré perdidamente de otra mujer, también casada, que no obstante, jamás pensó en dejar a su familia por mí. Ahora había vuelto a vivir con mis padres y tenía la extraña sensación de estar recuperando mi infancia y de estar perdiendo sin remedio, al mismo tiempo, los mejores años de la madurez.

Para mi sorpresa, como decía, mi amama, la madre de mi madre, fue la única que me entendió y me sirvió de apoyo. Después de aguantar los comentarios hirientes, llenos de reproches, de todos los miembros del cónclave familiar, de mis hermanos, mis cuñadas y mis padres, salí solo a la terraza. Amama se acercó a mí, escapando de la siesta frente al televisor, habitual en esas aburridas sobremesas, y me revolvió el pelo, como si yo fuera un niño, tras lo cual se sentó a mi lado y me pidió que le contara lo que había sucedido. Después ella también me relató algunos pasajes de su vida que según afirmó nadie más, ni siquiera mi madre, su hija, conocía. Me dijo que cuando ya estaba comprometida con aitite, el abuelo, tuvo un pretendiente, farmacéutico de profesión, con el que se veía a escondidas de todos. Se besaban y hacían el amor en casa de él, tomando infinidad de precauciones para que nadie los viera.

Mi amama dudó un tiempo si debía casarse con su novio oficial o dejarlo todo, pero la situación era muy distinta a la actual, la iglesia, las relaciones familiares, las convenciones sociales formaban una implacable tela de araña, un poder casi insalvable. Al final contrajo matrimonio con su novio de siempre y tuvo seis hijos. Su amante, el farmacéutico, permaneció soltero. Todos sus cumpleaños le dejaba un regalo dentro de un paquetito muy discreto en el buzón de casa, un anillo, un collar, una pulsera de oro, un poema, un perfume, un pañuelo, un pequeño ramo de flores. Su marido nunca lo supo. Los regalos de aquel hombre eran los adornos favoritos de mi amama. Siempre llevaba alguno de ellos, y su antiguo enamorado se alegraba enormemente cuando se cruzaban casualmente y veía que se había puesto algo que él le había regalado.

Nunca más estuvieron juntos. Si alguna vez volviesen a estarlo sería ya para siempre. Mi amama, sin embargo, tuvo algún amante más a lo largo de su vida, pero según me contó, solo le quiso de verdad a él, al farmacéutico.

Hacía unos meses su antiguo amante murió y mi amama, terriblemente triste, acudió al funeral. Se puso en la última fila y cuando la celebración terminó se quedó sola en la iglesia, rezando en silencio por él y recordando cada instante que habían compartido. Mi amama decía que estaba segura de que no reposaba en ningún camposanto, en ninguna caja. Vivía aún en el aire que la rodeaba, en el calor de su cuerpo, en sus labios gastados por no haberlo besado más, en sus brazos vacíos para siempre.

Solo mi amama comprendió mis razones, la fuerza incontrolable que me llevó hasta una mujer distinta a la que el derecho y la religión me habían entregado. “El amor lo justifica todo, me dijo”, y nos fuimos al interior de la cocina para recoger juntos la mesa.