THE JUNGLE BOOK
Al llegar a su puesto de trabajo, como cada día a las ocho menos cinco de la mañana, Ciro se dio cuenta de que todo estaba cambiado de sitio. Pensó, con una lógica aplastante, que la responsable había sido la empleada de la limpieza, que acostumbraba a mover, en sus idas y venidas, hojas, carpetas y lápices, ratones, pantallas y teclados de ordenador de una forma misteriosa y carente de lógica.
Al día siguiente volvió a suceder lo mismo. Sin embargo, esta reiteración resultaba sorprendente, pues Ciro sabía que, a lo sumo, la limpiadora hacía su trabajo en profundidad una vez por semana, limitándose el resto de los días a vaciar las papeleras y a limpiar someramente el polvo. Además, se fijó en algo que le había pasado inadvertido el día anterior: los cambios eran bastante más radicales que los que podían atribuirse a la persona que limpiaba las mesas. Nada estaba en su sitio, de una forma muy llamativa. Los bolígrafos, los clips y las gomas de borrar aparecían distribuidos de una forma anárquica. Sin embargo, guardaban una extraña simetría, creando formas geométricas, curvas y líneas sinuosas no carentes de un cierto sentido artístico. Además, los papeles estaban revueltos y mezclados y se encontró el ordenador encendido con un documento abierto que no recordaba haber utilizado jamás.
Ciro había sido aquella mañana, como casi siempre, el primero en llegar. Cuando apareció su primer compañero, Biwa, un joven administrativo de origen africano, le comentó lo ocurrido:“Ah, son las víboras” le contestó en su castellano pronunciado con acento tribal. “Ten cuidado”.Ciro se rió ante la que creyó una broma, aunque no la entendió en absoluto. Biwa era una persona muy alegre y bromista, aunque decía sus chistes con gran seriedad, como si estuviera pronunciando una verdad intrincada y profunda.
El mismo hecho se repitió durante varios días seguidos. Ciro, desesperado, miraba a cada momento debajo de la mesa y recorría disimuladamente con la vista los archivadores y las carpetas, esperando ver aparecer en cualquier momento un reptil agazapado. Al abrir los cajones de su mesa sentía un temor reverencial a encontrar una serpiente enroscada que se abalanzase a morder su mano.
Creía estar volviéndose loco. ¿Dónde podían estar las víboras?. ¿De dónde venían?. Y si no eran serpientes de verdad, ¿a quien se podía referir su compañero cuando hablaba de ellas?. Le pidió directamente que se lo explicase y Biwa, misterioso, le dijo:
“A las víboras no se las ve, siempre están escondidas, preparando emboscadas. Saben lo que quieren y no reparan en medios”.
Aquella tarde Ciro se quedó más tiempo en la oficina, para ver si podía descubrirlas. Dejó todo muy bien ordenado y se puso en guardia, mirando alrededor con los ojos bien abiertos. Sin embargo, pronto se quedó dormido y no despertó hasta una hora después, con la cara sobre el teclado de su computadora. Todo estaba nuevamente desordenado, las hojas, el calendario, las carpetas. Incuso faltaban documentos importantes en los que había trabajado el día anterior. Las víboras habían pasado sobre él mientras dormía, reptando sobre sus brazos y su pecho con su cuerpo frío, moviendo en silencio su lengua bífida.
Ciro tuvo una crisis nerviosa y acudió al médico, que le dio una baja por depresión y stress. Estaba aterrorizado. Creía ver culebras venenosas por todos lados, crótalos de pupilas verticales, boas que tragaban gatos, perros y pequeños roedores. Una vez en casa se tranquilizó, pero se despertaba de noche soñando que los ofidios lo habían seguido hasta allí y se movían libremente por su casa.
Un día, mientras paseaba al sol, Ciro se encontró en la calle con Latika, una antigua novia. Le contó la historia de las víboras, y ella, preocupada por su estado, comenzó a visitarlo. Una mañana, inesperadamente, se enzarzaron en un extraño duelo de amor, del que ninguno salió bien parado, pero a ese día siguieron muchos días y muchas noches más. Cuando volvió al trabajo, un mes después, tranquilo y rebosando felicidad, vio su mesa igual que la había visto cada mañana durante los últimos años, desordenada y llena de trabajo sin hacer. Todo estaba en su sitio, en el lugar en el que había estado siempre. Al pensar en las víboras, animado y feliz, Ciro se echó a reír como si una simple sonrisa fuera el remedio contra cualquier mal.