Niccolo Mingus, orientalista erudito y estudioso del Libro Tibetano de los Muertos, encontró, durante uno de sus viajes a aquel lejano país inexistente, un viejo manual escrito en sánscrito donde se hablaba de las habilidades necesarias para hacer volar una alfombra.
Hasta entonces Niccolo pensaba que las alfombras voladoras eran algo exclusivo de los cuentos de Las Mil y Una Noches, una leyenda sin la menor traza de verosimilitud. Sin embargo, el libro daba por segura la existencia de estos objetos mágicos y mostraba las destrezas necesarias para hacerlas funcionar. Así, afirmaba que era imprescindible dominar la técnica del yoga con el fin de poder sentarse en la postura del loto, lo cual proporcinaba estabilidad y equilibrio al vuelo. Después, bastaba con suspender la alfombra en lo alto de un barranco, o tal vez de una terraza o una azotea, y lanzarse al vacío.
Sin embargo, según el libro, para tener éxito en este empeño era preciso conocer también el arte de la concentración y ser sexualmente puro. Al leer esto, Mingus se quedó sorprendido, y más aún cuando fue avanzando en el texto. Él pensaba que la pureza, para un hombre como él, consistiría en renunciar a la vida sexual, en vivir ascéticamente sin mantener relaciones con ninguna mujer. Sin embargo, la pureza tenía un significado muy distinto para el autor del libro. Seguía los preceptos del Tantra, afirmando que el aspirante a pilotar alfombras voladoras debía disponer de un avanzado dominio de las prácticas amatorias y de la unión con el cosmos mediante el control y la práctica de milenarias artes sexuales.
Niccolo se quedó estupefacto. Apenas había tenido unas pocas experiencias con mujeres, la mayoría no tan satisfactorias como pretenden vendernos los estereotipos del cine y la publicidad. Después se había casado, casi por obligación social y su relación de pareja distaba mucho de ser un vendaval de pasión. No obstante, intrigado por la estrambótica posibilidad de pilotar una alfombra y convencido, tal vez, del tiempo perdido entre vetustos libros de difuntos, decidió entregarse a tejer y construir su propia conciencia, a conectarse con su espíritu escuchando las necesidades más profundas del cuerpo.
Empezó a practicar, poco a poco, con su esposa. Trataba de poner todo su espíritu en cada relación que mantenía con ella, uniendo la mente y la respiración tanto en los preámbulos como en su consumación. De igual modo, intentaba retener el semen, pues según los maestros tántricos, la eyaculación aleja al hombre del orgasmo verdadero, del éxtasis sexual, que lleva a unos niveles de conciencia superiores. Así, se entrenó con ahínco en prolongar esta última etapa, la más intensa, inhibiendo los espasmos finales para permanecer indefinidamente en el apogeo sexual, en el punto límite.
Las relaciones con su esposa, casi inexistentes hasta entonces, se hicieron ahora diarias, proporcionando a ambos un placer desconocido. El poco tiempo de que podían disfrutar en común se convirtió en una sucesión de momentos mágicos y su indiferencia mutua se disolvió en una cooperación cariñosa y feliz. Niccolo regresaba cada día a los antiguos libros tibetanos y trabajaba en sus textos y traducciones durante toda el día, mientras aguardaba a su mujer. Cuando estaba muy cansado releía, como si se tratara de un cuento maravilloso, con una sonrisa en los labios, el pequeño manual dedicado a las alfombras voladoras.