2008/08/07

HADAS DE LAS SALAS DE CIRUGÍA


Las hadas de las salas de cirugía tienen un dominio absoluto de su pequeño mundo, donde se mueven y flotan alegremente, como diosas omnipotentes. Nadie cree en ellas. Nadie les dedica ofrendas y plegarias. Ellas, unas veces compasivas y otras crueles, obran milagros y deciden muertes, infecciones, curaciones y estragos.

Antiguamente, las hadas se divertían con el óxido nitroso, provocando ataques inoportunos de risa en los pacientes o en sus cuidadores. Hoy enredan en los cuartos de esterilización, juegan con los bisturíes y con los equipos de anestesia, mueven los controles del aire climatizado, diseminan esporas y microorganismos, hacen temblar el pulso de los médicos más diestros y convierten a los torpes e indecisos en reyes del corte y la sutura.

La ciencia domina el mundo de nuestros días. No cree en lo que no puede ver, en lo que no está demostrado, pero a veces solo ve lo que quiere ver, únicamente demuestra lo que le conviene que sea demostrado. Las empresas venden y compran estudios científicos, invierten en ellos con habilidad, sesgan convenientemente sus resultados. Hoy en día nadie cree en las hadas de las salas de cirugía porque nadie puede verlas y no dan beneficios contables.

Mientras, los pacientes, tranquilos o aterrorizados, con enfermedades irrelevantes o al borde de la muerte, entran cada día en los quirófanos que pueblan el mundo. Las pequeñas hadas que habitan en ellos juegan con su salud y con sus vidas, como si en realidad nada de ello tuviera importancia. Mejoran, sanan, invalidan o a veces matan. Después, aburridas de este juego, se quedan mirando, aleteando en el aire estéril, sin querer intervenir, mientras el cirujano toma en sus manos un corazón que late vigorosamente y lo vuelve a introducir en el cuerpo que lo ha albergado desde siempre. Entonces, al ver como la vida sigue con determinación y empuje, las hadas de los quirófanos, fascinadas, agradecen ser parte de esa corriente maravillosa que fluye, se detiene y vuelve a brotar a cada instante.


2008/08/04

LA DALIA AZUL


Myumi recibió una dalia azul en su casa de Tokio. Vivía sola desde hacía unos meses y apenas se relacionaba con nadie, fuera de sus trabajos de investigación para la Facultad de Medicina.

La flor venía en una caja muy bonita, y tenía el largo tallo envuelto en un diminuto recipiente alargado, para prolongar su vida. Myumi la puso en un vaso y luego la trasladó a un viejo jarrón que limpió cuidadosamente. Así la mantuvo con vida, espléndida, durante unos días.

La dalia no llevaba ninguna tarjeta ni nada que permitiera identificar al autor del envío. Al principio la muchacha pensó que sería cosa de algún compañero de la facultad, o en último término, de algún alumno más joven que ella, aunque no creía ser de esas mujeres capaces de despertar tempestades a su alrededor. Cuando semanas después la dalia se marchitó, Myumi recibió un nueva flor, esta vez una rosa, también de color azul.

Las cosas siguieron así durante casi un año. Cada cierto tiempo, la muchacha recibía una flor, siempre azul, sin tarjeta ni dato alguno. Por fin, un día se atrevió a llamar a la floristería, que se encontraba en un barrio del centro de la ciudad. Le dijeron que el encargo se había hecho, como había pasado las demás veces, por correo electrónico, realizándose el pago mediante tarjeta de crédito. No quisieron darle el nombre del pagador, pero sí le proporcionaron, curiosamente, su dirección de e-mail, alnilam@yahoo.com, que no parecía decir gran cosa sobre su dueño. Después, ella comprobó que alnilam era el nombre de una estrella azul que brilla en el centro de la constelación de Orión.

Al día siguiente Myumi se atrevió a escribir un mensaje de correo a esa dirección. No tuvo respuesta en varios días, lo cual no pudo achacar a la lentitud del sistema de correo, sino a la discreción, la timidez o tal vez la sorpresa de su poseedor. Transcurrida una semana, recibió un correo escueto, escrito en un inglés no demasiado correcto. “Me ha sorprendido tu mensaje, pero a la vez me alegra mucho…”. Empezaba así. El misterioso remitente de las flores azules firmaba como Martín Battaglia, un argentino de aproximadamente su misma edad, que se dedicaba, al igual que ella, a la investigación biomédica. “Te conocí en un congreso, en Boston. Me llamaste mucho la atención. Yo fui solo y me senté cada día cerca de ti, sin atreverme a decirte nada. Luego ya fue tarde. Tú te fuiste a tu país y yo al mío. Pero siempre me he acordado de tí. Ibas casi siempre de azul, con tejanos y una camisa clara. Esa es la única razón del color de las flores”.

La relación se mantuvo así, en la distancia, por un tiempo. Se escribían correos electrónicos, chateaban, se veían por medio de sus web-cams, hablaban por teléfono e intercambiaban opiniones sobre su trabajo. Los dos querían ir a un próximo congreso, que iba a celebrarse en Berlín, y hacían planes para verse y pasar juntos el mayor tiempo posible.

De repente, los mensajes y las flores cesaron. Myumi escrutaba cada día su correo electrónico, esperando noticias de Martín. No supo nada en varias semanas. Cuando se acercó la fecha del congreso, la Facultad le ofreció asistir, con todos los gastos pagados. La muchacha renunció. Cuando llegó a casa vio que la última flor, una rosa azul, enviada hacía ya cuatro semanas, y que ella había cuidado con un mimo excepcional, se había marchitado. Entonces, volvió a salir a la calle, se sentó en un parque solitario y se quedó de noche, sola, buscando una estrella cualquiera, resplandeciente y anónima, entre las constelaciones del cielo.

2008/08/03

EJERCICIOS DE INMOVILIDAD


Inventamos un nuevo juego, el juego de las estatuas. Con la luz apagada, nos movíamos por una habitación bastante grande. Quien se encontraba con alguien le cogía de la mano y tras unos momentos de mutua deliberación, en completo silencio, decidían si querían seguir con el juego o dejarlo. Si ambos aceptaban, la persona que había sido contactada no podía moverse, mientras que el que lo había elegido tenía absoluta libertad para expresarse como quisiera. Podía explorar su cuerpo, podía hacer que se arrodillase o se tumbase de una forma pasiva, incluso besarle o tocar sus órganos sexuales. No había un límite, salvo por el hecho de que el que ambos podían acabar en cualquier momento con la experiencia.

Cuando descubrí el juego de las estatuas, me sentí subyugado por completo. Ese día éramos en la sala cerca de quince personas, la mitad hombres y la mitad mujeres, más o menos. De estas últimas, había dos que me resultaban bastante atractivas, y una de ellas, Isis, sencillamente arrebatadora. Al no poder ver, no sabía cuando podía encontrarme con ella. A veces me parecía que estaba cerca, y buscaba su contacto o admitía su mano cuando tomaba la mía. Pero no sabía con seguridad si había acertado. En una ocasión supe con certeza que estaba con ella, pues abrí ligeramente los ojos y la entreví en las tinieblas, pero transcurridos unos pocos segundos rehusó mi compañía.

A veces era un hombre el que se acercaba. Entonces, tras iniciar un primer contacto, rehuía mantenerme junto a ellos, a pesar de que algunos deseaban seguir a mi lado. Una vez, no obstante, me equivoqué, y quien creía que era una mujer resultó ser un muchacho.

En un caso, la propuesta llegó más lejos de lo que esperaba. Una mujer me tocó y respondí con premura. Comenzó a besarme e incluso acarició mi pene con suavidad y dulzura. Tuve rápidamente una erección. Ella siguió jugando con su mano y después me bajó ligeramente el pantalón. Me costó mantener la inmovilidad hasta que eyaculé en su boca, mientras le acariciaba el pelo largo y liso con mi mano convulsa. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido Isis.

Jugamos durante varios días más al juego de las estatuas. Algunos de los partcipantes iban y venían, llegaba gente ajena al grupo, y entonces surgían nuevos intereses, nuevas pasiones, mujeres a las que deseaba con fuerza y otras de las que huía en cuanto las reconocía por el tacto o llegaban a mí. Luego nos encontrábamos por la ciudad, o comíamos juntos con sonrisas cómplices y miradas que, al igual que en el juego, se encontraban o preferían huir.

Pocos días después me tuve que marchar. Volví a casa, a la vida rutinaria, a mi trabajo y a mis estudios ocasionales. Mi novia me esperaba en la estación de tren. Vino hacia mí y la besé largamente. En aquel momento cerré los ojos y sentí un vivísimo deseo de estar besando a Isis, la chica del juego de las estatuas.