2012/02/12

CUIDADO CON LAS VÍBORAS

THE JUNGLE BOOK


Al llegar a su puesto de trabajo, como cada día a las ocho menos cinco de la mañana, Ciro se dio cuenta de que todo estaba cambiado de sitio. Pensó, con una lógica aplastante, que la responsable había sido la empleada de la limpieza, que acostumbraba a mover, en sus idas y venidas, hojas, carpetas y lápices, ratones, pantallas y teclados de ordenador de una forma misteriosa y carente de lógica.

Al día siguiente volvió a suceder lo mismo. Sin embargo, esta reiteración resultaba sorprendente, pues Ciro sabía que, a lo sumo, la limpiadora hacía su trabajo en profundidad una vez por semana, limitándose el resto de los días a vaciar las papeleras y a limpiar someramente el polvo. Además, se fijó en algo que le había pasado inadvertido el día anterior: los cambios eran bastante más radicales que los que podían atribuirse a la persona que limpiaba las mesas. Nada estaba en su sitio, de una forma muy llamativa. Los bolígrafos, los clips y las gomas de borrar aparecían distribuidos de una forma anárquica. Sin embargo, guardaban una extraña simetría, creando formas geométricas, curvas y líneas sinuosas no carentes de un cierto sentido artístico. Además, los papeles estaban revueltos y mezclados y se encontró el ordenador encendido con un documento abierto que no recordaba haber utilizado jamás.

Ciro había sido aquella mañana, como casi siempre, el primero en llegar. Cuando apareció su primer compañero, Biwa, un joven administrativo de origen africano, le comentó lo ocurrido:“Ah, son las víboras” le contestó en su castellano pronunciado con acento tribal. “Ten cuidado”.Ciro se rió ante la que creyó una broma, aunque no la entendió en absoluto. Biwa era una persona muy alegre y bromista, aunque decía sus chistes con gran seriedad, como si estuviera pronunciando una verdad intrincada y profunda.

El mismo hecho se repitió durante varios días seguidos. Ciro, desesperado, miraba a cada momento debajo de la mesa y recorría disimuladamente con la vista los archivadores y las carpetas, esperando ver aparecer en cualquier momento un reptil agazapado. Al abrir los cajones de su mesa sentía un temor reverencial a encontrar una serpiente enroscada que se abalanzase a morder su mano.

Creía estar volviéndose loco. ¿Dónde podían estar las víboras?. ¿De dónde venían?. Y si no eran serpientes de verdad, ¿a quien se podía referir su compañero cuando hablaba de ellas?. Le pidió directamente que se lo explicase y Biwa, misterioso, le dijo:

“A las víboras no se las ve, siempre están escondidas, preprando emboscadas. Saben lo que quieren y no reparan en medios”.

Aquella tarde Ciro se quedó más tiempo en la oficina, para ver si podía descubrirlas. Dejó todo muy bien ordenado y se puso en guardia, mirando alrededor con los ojos bien abiertos. Sin embargo, pronto se quedó dormido y no despertó hasta una hora después, con la cara sobre el teclado de su computadora. Todo estaba nuevamente desordenado, las hojas, el calendario, las carpetas. Incuso faltaban documentos importantes en los que había trabajado el día anterior. Las víboras habían pasado sobre él mientras dormía, reptando sobre sus brazos y su pecho con su cuerpo frío, moviendo en silencio su lengua bífida.

Ciro tuvo una crisis nerviosa y acudió al médico, que le dio una baja por depresión y stress. Estaba aterrorizado. Creía ver culebras venenosas por todos lados, crótalos de pupilas verticales, boas que tragaban gatos, perros y pequeños roedores. Una vez en casa se tranquilizó, pero se despertaba de noche soñando que los ofidios lo habían seguido hasta allí y se movían libremente por su casa.

Un día, mientras paseaba al sol, Ciro se encontró en la calle con Latika, una antigua novia. Le contó la historia de las víboras, y ella, preocupada por su estado, comenzó a visitarlo. Una mañana, inesperadamente, se enzarzaron en un extraño duelo de amor, del que ninguno salió bien parado, pero a ese día siguieron muchos días y muchas noches más. Cuando volvió al trabajo, un mes después, tranquilo y rebosando felicidad, vio su mesa igual que la había visto cada mañana durante los últimos años, desordenada y llena de trabajo sin hacer. Todo estaba en su sitio, en el lugar en el que había estado siempre. Al pensar en las víboras, animado y feliz, Ciro se echó a reír como si una simple sonrisa fuera el remedio contra cualquier mal.

2012/02/09

OSCURECERSE

CLAUDIO BRAVO


De vez en cuando, Héctor se oscurece para volver como un nuevo ser, días después, a la claridad, a la vida. Entonces acude al teatro o a conciertos, visita restaurantes y cafés, da largos paseos y habla por teléfono hasta altas horas de la noche. Busca sin descanso la compañía de los otros, bebe, come y ama, huye de sí mismo como si no quisiera volver a encontrarse frente a su propia imagen.

De vuelta a la oscuridad, días, semanas o meses después, Héctor parece desorientado y triste. Cierra sus ojos, se concentra en sí mismo y recorre una a una sus arterias, sus vísceras, pasea por el interior de su cerebro, entra en las cavidades de su corazón y se observa a sí mismo como si fueran dos personas distintas o como si se contemplara en un curso de agua.

Héctor se descubre, se analiza y disecciona como si fuera un explorador del océano o un viajero del cosmos. Estudia sus grutas y sus profundos cráteres, fotografía los peces ciegos que recorren sus fondos, los pequeños alienígenas que lo miran asombrados, como si hubiesen descubierto, a su vez, a un extraño ser sin sentido, a un habitante de otro mundo.

Cuando vuelve a la vida, Héctor sabe que lleva un mundo inabarcable dentro de sí, un Universo delicado y difuso donde cabe toda la historia del firmamento, sus antepasados y sus descendientes, algo que no se extinguirá jamás aún cuando su existencia se apague lentamente, como una pequeña flor cubierta por una avalancha de nieve.



2011/06/11

HECHIZOS DE PROTECCIÓN

TAMARA DE LEMPICKA (Adam and Eve)


Aquel verano que acababa de llegar, Thao se había quedado solo. No tenía planes, no sabía con quien salir o irse de viaje. Estaba atravesando por una situación de transición en su vida que amenazaba con extenderse al tiempo futuro como un virus desconocido y peligroso.

Algunas tardes, después del trabajo, iba solo a una playa nudista y tomaba el sol con gafas oscuras. No le gustaba bañarse o pasear al borde del mar, pues sentía vergüenza de que alguien pudiera reconocerle.

Mientras estaba tendido en su toalla, sumergido en su música, se dio cuenta de que alguien estaba a su lado, de pie, y le hablaba. Le costó volver a la realidad y darse cuenta de que era Jenni, una chica a la que no había visto hacía mucho tiempo. Su vergüenza fue en aumento, pero ella, que también estaba desnuda, se sentó a su lado sobre la arena, como la cosa más normal del mundo.

“¿No te acuerdas de mi?” –le dijo-. “Hicimos juntos un curso de masaje hace años. Tú eras muy tímido, parecía que te diera miedo tocarme. Pero me gustaban tus manos, eran como dos mariposas”.

La muchacha le invitó a tomar algo en un chiringuito cercano. Fueron desnudos, lo cual supuso una terrible heroicidad para Thao. Jenni no paraba de hablar. “Ahora ya no hago masaje. Me dedico a ir a clases de magia” -le contó. Estuvieron charlando un rato más y después de vestirse, Thao la llevó en coche hasta la ciudad, y la dejó cerca de su casa, con la vaga promesa de llamarla algún día.

No había pensado en volver a verla, aunque la chica le gustaba bastante. Recordó haber estado a punto de tener una aventura con ella, o puede que solo lo hubiera imaginado. Jenni había engordado un poco desde la última vez que la vio, pero le seguía pareciendo muy atractiva.

Los días siguientes, la vida de Thao fue un desastre. Tuvo una fuerte discusión en el trabajo que le hizo sentirse muy mal. La gente parecía evitarlo. Nadie le llamaba o le invitaba a tomar café, aunque él tampoco llamaba o se aproximaba a nadie. Se sentía deprimido y triste. Entonces se acordó de Jenni y la llamó.

Ella no podía quedar hasta el 23 de junio, la tarde de San Juan, cuando se celebra el solsticio de verano. Thao le contó por teléfono que estaba pasando unos días muy malos. “Es posible que alguien te haya echado un mal de ojo”. Le dijo. “Si quieres puedo hacerte un hechizo de protección”. Le propuso salir a ver las hogueras y, después, practicar su hechizo junto a los rescoldos del fuego.

Thao cogió fiesta el día siguiente. Se perfumó y se vistió con sus mejores ropas informales para salir esa noche. Estaba animado y feliz. Recorrieron juntos varias hogueras. Después, él mismo la llevó al barrio de su infancia. Allí había una gran animación, igual que el muchacho recordaba de los días de su niñez, cuando eran ellos quienes traían las ramas secas y los muebles desvencijados que debían quemarse esa noche. Estuvieron allí hasta las tres de la madrugada, contemplando las llamas, hablando con los vecinos, bailando y riendo. Ya quedaba muy poca gente alrededor del fuego. Jenni le dijo que ése era el momento. Fue acariciando lentamente las piernas, las manos y los brazos de Thao y llegó hasta la frente. El fuego le calentaba la cara. Mientras realizaba sus movimientos,llenos de sensualidad, Jenni pronunciaba unas lentas palabras que él no entendía. Era un conjuro vasco, que según la muchacha empleaban las brujas en los antiguos akelarres. Para finalizar la invocación, la chica le dio a Thao un largo beso. Fue un instante mágico, dulce y maravilloso.


Volvieron enlazados. Al llegar a su casa la chica le invitó a subir. Durmieron juntos, abrazados, como dos lenguas de fuego que se hubieran encuentrado en la noche de las hogueras.

Al despertar, por la mañana, Jenni todavía dormía. Thao se sentía extrañamente feliz, libre del misterioso maleficio de las semanas anteriores. Estuvo un rato mirándola, escuchándola respirar. Después, de repente, sintió nacer en su interior un vivo deseo y llevó la mano hasta el sexo de la muchacha, posándose en él dulcemente, como una mariposa.


2011/03/24

UN PLANETA DE SIETE LUNAS



Doje, un monje tibetano, dedicado por completo a la vida meditativa y a la aplicación de las enseñanzas de Buda, afirmó haber viajado, en el transcurso de su práctica, a un extraño planeta de siete lunas. Cuando regresó de su viaje se dirigió a su maestro y le contó, sorprendido, la experiencia. Éste, Dainzin, con gran amabilidad le contestó: “en toda nuestra tradición no hay constancia de que exista un lugar así”.

Doje siguió viajando a ese lugar cada día, durante las largas horas que dedicaba a la meditación. Su cuerpo permanecía inmóvil en su lugar del templo, sin moverse un solo milímetro, sin casi respirar y sin que apenas circulase la sangre por sus miembros, pero el espíritu del muchacho se movía libremente por otro lugar que estaba habitado por almas sin cuerpo, tiernas y sabias, alegres y bulliciosas como niños. Hablando con esos seres supo que no tenían recuerdos, que no bebían ni se alimentaban jamás y que eran completamente felices, pues no conocían el dolor, la enfermedad o la muerte.

Ante la insistencia de Doje, el maestro, experto en Budismo Vajrayāna, le prohibió que hablase de nada que no fuera el samadhi o el samapātti, y le hizo prometer que dejaría de transportase a ese extraño lugar, que ponía en cuestión las enseñanzas aprendidas durante siglos y transmitidas por varias generaciones de monjes.

No obstante, Doje no pudo evitar seguir volviendo a ese misterioso planeta. Y aún sigue haciéndolo. Ha llegado a pasar allí varios días, comunicándose con sus habitantes en un lenguaje sin palabras. Cada vez le cuesta más regresar a su templo y a Lhasa, su ciudad. Sus compañeros, cuando dejan la meditación para dar un corto paseo o realizar sus frugales comidas, se acercan a él con cuidado y tocan su pelo ya crecido y sus largas uñas. A veces, incluso, dudan si llamar a un médico para comprobar que aún vive.


2010/11/02

LA TARANTELLA

Preciosa y el aire grande (Álvaro Reja)


La Tarantella tiene una paciencia infinita. Sabe que su veneno es necesariamente mortal, que en un minuto puede asesinar a cualquiera de sus enemigos, pero al igual que hace un guerrero samurai, lo guarda pacientemente pensando que la mayor cualidad de un ser de su condición consiste en no utilizar jamás ese poder inquietante.

Los demás, curiosamente, toman como una debilidad lo que es su gran fortaleza y se burlan de ella considerándola una zancuda miserable y sin carácter. La Tarantella se queda pensativa y solo dice en su defensa que ambas cosas, el veneno y la paciencia, están en su ser más profundo, en su verdadera naturaleza.

La Tarantella practica extraños rituales para lograr el dominio de sí misma. Asciende cumbres, paredes y árboles, se cuelga de techos y ramas como una escaladora consumada y, así, cabeza arriba o cabeza abajo, otea todo aquello que la rodea como un maestro del zen, o como un escritor de haikus que intenta desvelar todo lo que existe y por tanto, momentáneamente es.

A veces la Tarantella está tentada de utilizar su veneno contra sí misma, con tal de no correr el riesgo de hacer daño a ningún otro ser vivo. Sabe que así tal vez morirá, pero cree que la muerte es, de cualquier modo, el instante final de todos los seres vivos, ya sean malvados o benévolos, mortíferos o indefensos, y que tal vez, al fin y al cabo, no exista un veneno más dulce.

2010/09/30

LA SERPIENTE PERFUMADA

HENRI ROUSSEAU (Snake)


La Serpiente Perfumada piensa que en sus hombros descansa el peso del mundo. Se prepara con paciencia cada mañana y acude al trabajo resoplando, mientras sus tacones repiquetean por los pasillos inmensos. Viste ropas distintas cada día, compradas en tiendas supuestamente elegantes, pues su veneno necesita de un envoltorio distinguido.

La Serpiente Perfumada se ofrece y se insinúa ante aquellos que ostentan el poder, cuya compañía busca sin descanso. Si bien su atractivo es insignificante, es bien conocida la poca discriminación que en este campo muestran los hombres. La Serpiente tiene especial predilección por los responsables políticos. Nació así, aunque ella atribuye su actitud a la recompensa por sus desvelos o a la defensa contra oscuras conspiraciones.

La Serpiente Perfumada espera enroscada el paso de sus rivales. Estos suelen ser compañeros que ponen en riesgo su posición de privilegio, que tanta producción de veneno le ha costado. Rodea a sus víctimas sin que estas se aperciban de ello, sin mostrar su lengua bífida.

Su veneno es mortal sin remedio. Sus compañeros, que lo intuyen, se apartan a su paso o la mantienen a distancia y se ponen muy nerviosos si la ven apostada en los pasillos o perciben que se acerca, pues saben del poder de sus colmillos, de la fuerza abominable de su odio.

La Serpiente Perfumada nunca sale de casa sin rociarse con carísimas esencias y aguas de colonia, que guarda en estanterías repletas. Sin embargo, desconoce el poder cancerígeno de sus compuestos y se intoxica, poco a poco, como un animal de los suburbios, como una princesa de las alcantarillas.



2010/09/26

ÁRBOLES CAÍDOS

JONATHAN VINER


Conocí a Kontantinos Kavafis, como muchos otros, escuchando el disco “Viatge a Itaca” de Lluis Llach. Después, con el paso de los años, Kavafis se convirtió en uno de mis poetas preferidos, junto con Arthur Rimbaud, Walt Whitman, Omar Khayyam, Li Po, Matsuo Basho o Federico García Lorca.

Una de las estrofas del tema musical que da título al disco, basado en Itaca, el poema más famoso de Kavafis, nos invita a que vayamos “más lejos de los árboles caídos que ahora nos aprisionan”. Creo que es la única parte de la canción que no corresponde al texto original del poeta de Alejandría. Quizá la escribió el propio Llach o algún otro autor catalán que desconozco.

Miro alrededor y veo algunos árboles caídos en medio y a los lados de mi camino. No es que mi vida sea peor ni mejor que la de nadie. Pienso que todos los tenemos alrededor, seamos conscientes de ello o no. Los obstáculos que nos impiden avanzar, evolucionar, son tal vez antiguos miedos, odios soterrados, ideas preconcebidas, situaciones sin resolver. No obstante, la vida nos sigue ofreciendo oportunidades, retos, experiencias maravillosas, viajes inesperados, amistades, nuevos trabajos o amores.

Tratamos de saltar por encima de esos árboles caídos, de evitarlos o escapar de ellos. A veces lo conseguimos mucho más fácilmente de lo que cabría esperar. Otras nos enredamos entre sus ramas, tropezamos y caemos contra el suelo, magullándonos, haciéndonos pequeños cortes y heridas, mientras algunas lágrimas de impotencia asoman a nuestros ojos.

A veces las hojas crecen hasta ocupar casi todo nuestro espacio, hasta no dejarnos ver ninguna salida. No obstante, a menudo no queremos escapar de ellas. Nos hemos acostumbrado a su tacto inquietante, a su presencia opresora, nos sentimos protegidos tras ellas, amamos nuestra vida cautiva.

Otras veces, sin embargo, nos abrimos paso delicadamente a su través, con una paciencia infinita, buscando un hueco que nos permita ver la luz del sol y las estrellas que acompañan de noche a la luna.

Esa es una tarea, tal vez, para toda una vida, para varias vidas.