2010/06/14

SHABANA


IMAN MALEKI (Sunlight)


El pequeño Yash solamente vivió diecisiete días. Su nombre me llamó vivamente la atención cuando lo vi escrito sobre el cristal de una de las incubadoras, en el Hospital del Barrio. Mi curiosidad me llevó a buscar su significado en algunos libros, que no consiguieron aclarar mis dudas, y a preguntar por él a una de las enfermeras de la Unidad de Neonatología, a la que conozco desde hace tiempo. Ella me dijo que el niño se encontraba bastante mal, pues había nacido unos meses antes de lo esperado y sus pulmones no habían tenido el tiempo suficiente para madurar. También pude saber algunos detalles sobre la madre. Seguía ingresada en el hospital, si bien no en el edificio de Maternidad, sino en uno de los pabellones de Medicina Interna, a causa de su adicción a alguna droga que mi amiga no supo concretar, pero que por lo visto no era ninguna de las más habituales, como heroína o cocaína.

Un día, al acabar mi jornada en el Hospital, por simple curiosidad, pasé por la habitación que me habían indicado con intención de verla, pero la encontré dormida. No sabía nada acerca de ella, pero tan pronto como tuve ocasión de observarla durante unos instantes supe que no era europea, y sin saber por qué, la identifiqué como oriunda de algún país del Magreb, comoMarruecos, Argelia o Túnez. También advertí que tenía una cicatriz en forma de estrella, que a pesar de ser de pequeño tamaño, se percibía con claridad sobre su cuello desnudo.

Pude intercambiar algunas frases con su compañera de cuarto, una mujer de cierta edad a la que habían operado recientemente. Se quejaba de que las enfermeras no le daban de comer, lo cuál suponía para ella, por lo visto, un sacrificio inhumano. Ante mis preguntas, hizo una breve pausa en el relato de su desgracia, y me dijo que la muchacha era extranjera, "rusa, polaca o algo así", lo que descarté rápidamente mientras volvía a observar con detalle los rasgos de su cara. También dijo que no hablaba ni una palabra de nuestro idioma, y que no le llamaban por teléfono ni venían a visitarla.

Valiéndome de mis escasas influencias como médico residente del Hospital, pude consultar sus datos en uno de los ordenadores. Supe casi sin duda que se trataba de ella en cuanto vi aparecer aquel nombre: Shabana Kumar, natural de Varanasi (India), soltera, nacida el 4 de mayo de 1976, y con domicilio en el Callejón del Murciélago. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que viviera en aquel lugar, una pequeña calle del Barrio, conocida por todos, donde se ejerce la prostitución abiertamente, y pensé que había alguna posibilidad de que ella misma se dedicase a ese oficio. El Callejón del Murciélago es también un lugar donde residen muchas familias de escasos recursos económicos, en su mayoría extranjeras o de raza gitana. Por una extraña asociación de ideas, en aquel momento recordé haber leído que los gitanos procedían de la India.

Al día siguiente pasé de nuevo por Maternidad. Allí me dijeron que el niño había muerto. Supe que le iban a hacer una autopsia, y por alguna extraña razón quise estar presente en ella. Tenía la sensación de que aquel niño desvalido me necesitaba a su lado para protegerle, incluso después de su muerte. Durante mi época de estudiante había asistido a unas cuantas autopsias, pero aquella fue para mi diferente a todas las demás. Aguanté hasta el final, y en cuanto pude salir me refugié en el cuarto de baño para romper a llorar. He pasado varias noches apenas sin dormir viendo aún sus ojos vacíos, su tripa llena de algodón.

Durante tres semanas he vivido para un solo momento, los cinco minutos en que cada mañana, justo antes de empezar mi jornada de trabajo, pasaba a visitar a Shabana. Como era aún muy temprano, siempre la encontraba dormida, pero un día, al abrir la puerta de su cuarto, vi con sorpresa que estaba incorporada, y que miraba fijamente hacia el lugar por donde yo acababa de entrar. Solo recuerdo que salí apresuradamente de la habitación, sin saber qué decir, y que no me atreví a volver. Más tarde se me ocurrió enviarle flores, que encargaba en una tienda cercana al hospital. Un día, sin embargo, supe que le habían dado de alta. Pasé por la habitación y vi que mi último ramo aún estaba allí, comenzando a marchitarse. Me sentí muy dolido al ver que no se lo había llevado.


He leído todos los informes sobre Shabana a los que he conseguido tener acceso, los resultados de sus análisis, las hojas de seguimiento, el parte de alta e incluso un papel amarillo firmado por el jefe del laboratorio que certifica que no es seropositiva. He visto algunas de sus placas radiográficas y también he podido saber que antes de ser ingresada ejercía la prostitución en un club llamado “Blanca Nieves”, que se encuentra en el mismo Callejón del Murciélago. He pensado muchas veces en ir allí, como un cliente más, y dirigirme a ella para que se acostase conmigo. En alguna ocasión he pasado en coche, sin ninguna razón aparente, por delante del local, con la esperanza de verla.

Tengo un pequeño despacho en el hospital, lleno de libros médicos, prospectos de propaganda y carpetas de antiguos informes. Esta mañana, casi un mes después de la marcha de Shabana, he encontrado sobre la mesa un sobre blanco con mi nombre escrito. Dentro había una tarjeta del tamaño de una postal, con un dibujo hecho a mano con pinturas de colores. Eran unas flores rojas trazadas con torpeza, pero a la vez con cierto encanto. Parecía el dibujo de un niño. Junto a él, un texto escrito también a mano, en inglés, decía así: "Sorry, I hadn´t enough money to buy roses. Thank you", y su firma: "Shabana".

2010/06/09

EL ENVENENADOR


Jack Vettriano (The Singing Butler)


El Envenenador no es hermoso ni divertido ni tiene dinero. No, rectifiquemos, a pesar de su nombre inquietante, puede llegar a ser divertido por ocho, tal vez diez minutos. Nada más. Al undécimo, un ataque repentino de bilis acumulada deshace toda su gracia y atraviesa el cielo como una cruel galerna.

Aún así, hay mujeres, cansadas de esperar a un príncipe de labios azules, que lo adoran como si fuera un perro sin amo. Un perro enfermo de rabia, dicen después, cuando la unión explota, un traficante de pócimas y ponzoña. El Envenenador, seguro de sí, deja un rastro de cicuta y espera pacientemente a que surja el efecto inevitable.

El Envenenador es maestro en toxinas, narcóticos y brebajes. Maneja con gran habilidad con sus amantes el arsénico, el ántrax, la belladona, la estricnina, el cianuro o el gas sarín. Sin embargo, asegura buscar el amor, la familia, la felicidad de una relación estancada y trivial. Con tal fin, escruta en diferentes lugares, prueba con varias mujeres al mismo tiempo, ordena sus citas simultáneas con la minuciosidad y el riesgo de un alquimista del medievo, de un contorsionista o un maestro del alambre. A veces, en un primer encuentro, la ilusión se enciende y permanece viva por un tiempo, creando un espejismo de satisfacción y bienestar, pero el veneno que oculta entre sus ropas espera aletargado la tormenta irremediable.

De ese modo, a su paso queda un rastro de mujeres infelices, de amantes desencantadas, de hijos que abandonó sin llegar a conocerlos. El Envenenador los quiere a su modo, en la distancia, los visita en algunas celebraciones y los besa con sus labios amoratados, sin apenas tocarlos, para no transmitirles su poder malsano, su instinto maléfico.

Una vez ha contaminado a su última víctima, el Envenenador comienza a merodear a otras mujeres, hasta que nuevamente cree haber encontrado a la perfecta, pero el tiempo, como siempre, le desdice. Tan pronto como las convence de que él es el gentilhombre que esperan el interés lo abandona. Es entonces, mientras duermen, cuando elabora un cocimiento secreto que atenúa sus penas y detiene su corazón, justo a un paso de la muerte.



2010/06/06

JOE EL MISÁNTROPO


ALPHONSE MUCHA (Lorenzaccio)


Joe el Misántropo colecciona amistades. Tal vez esta afición parezca contradictoria con su nombre, pero él sabe muy bien que al igual que es preciso desarrollar la vida interior, hay pocas cosas en el mundo más valiosas que los amigos, y que es necesario recorrer a menudo el camino que lleva a sus casas para que no se cubra de maleza. Sabe también que hay personas tan valiosas como un cuadro de Van Gogh, una estatua precolombina o un diamante encontrado en las minas de Sierra Leona.

Para entrar en su lista de amigos no busca premios de belleza, expertos en arte o en matemáticas, geólogos, ingenieros o dentistas acaudalados. Solo pide una cierta hidalguía de carácter. Ya que sabe muy bien que nadie es bueno o malo por completo, aspira a encontrar personas cooperativas y amables, sin dobleces ni intenciones aviesas.

Joe no se limita a los seres humanos para incrementar su colección, pues considera que el mundo animal o vegetal son otra forma de vida, distinta pero a su vez trascendente. Los objetos incluso, en su opinión, tienen un espíritu indolente y mudo, que raras veces se muestra ante extraños. Joe el Misántropo saluda a su chaqueta, a sus zapatos, al exprimidor de zumos o al lavavajillas al inicio y al final del día y los cuida como si fueran plantas exóticas o pequeños pájaros amaestrados.

La colección de amigos de Joe es muy pequeña, solo consta de cinco o seis ejemplares que revolotean alrededor de su vida. Algunos, sin embargo, son de un valor incalculable. Otros se extraviaron de forma inesperada y lamenta su pérdida, pero aspira a recuperarlos de nuevo y a llenar su colección con muchos otros, gente de todo el mundo, africanos, americanos y asiáticos, ricos o pobres sin remedio.

Si alguna cosa desea para cuando le llegue el momento de abandonar este mundo, no son mansiones o riquezas que otros disfrutarán o anhelarán en secreto. El Misántropo quiere ser pobre sin pasar dificultades y estar rodeado de amigos que, en el instante final le dediquen, desde cualquier rincón del mundo, un pensamiento afectuoso, pues es el único tesoro que tal vez le sirva de algo en el más allá.


2010/06/02

LA ZONA DE SOMBRA


FRANTISEK KUPKA (The Book Lover)


Desde que era un muchacho, Omar pasaba la mayor parte del tiempo en la zona de sombra. Apenas salía de ella, del círculo cerrado de sus pensamientos. Iba de compras, saludaba a sus amigos, hablaba por teléfono, visitaba a su madre, veía la televisión, acudía a su puesto de trabajo, pero la mayoría de las veces estaba en un mundo exclusivo y recóndito, ausente de todo. Tal vez algún suceso de la infancia lo hiciera recluirse desde muy pequeño en aquel lugar y evitar el sufrimiento de mezclar su vida con la de otros. No observaba el color del cielo, los automóviles que pasaban, no veía las flores, la ropa alegre de las muchachas, los insectos, las mariposas que volaban al ras de sus ojos, no sentía frío o calor, no escuchaba las conversaciones de sus conocidos o sus compañeros de trabajo, no captaba el olor de la comida ni la saboreaba en su boca. Solo se entregaba por completo a la alegría, al sentimiento de estar vivo en muy contadas ocasiones que pasaban fugaces como ráfagas de viento.

Omar amaba los libros. Pasaba horas leyendo, pero rara vez se sumergía en sus páginas por completo, hasta olvidarse de todo. Acudía a menudo al cine, solo, pero no se fijaba en el color de pelo o en los ojos de la protagonista, en sus gestos ocultos o en el significado de sus miradas perdidas. Amaba el mar y la naturaleza, pero apenas sentía una sensación de bienestar ante ellos volvía su cabeza y regresaba a su castillo interior. En cuanto a sí mismo, evitaba los dilemas, los conflictos, los arrinconaba esperando que el tiempo los transformase en hojarasca y que volaran en la brisa tal y como habían llegado a su vida.

Algunas mujeres buscaban su compañía. Omar era amable y educado y ellas llegaban a creer que podía ser el hombre perfecto, pues el muchacho no mostraba jamás el animal oscuro que guardaba en su interior, el espacio de las tinieblas. Solo tuvo amores a medias. Nunca se decidió a dar los pasos necesarios, a arriesgar su destino, a jugarse la vida por una muchacha.

Con los años, como tal vez nos suceda a todos, casados o solteros, enamorados o indigentes del amor, sus respuestas se fueron haciendo más simples, su vejez se llenó de horas y días idénticos, de gestos automáticos. Nunca le faltó el dinero. Se jubiló y vivió solo, leyendo, paseando, cada vez más adentro de su tiniebla atroz, más ajeno que nunca a su entorno y a aquellos que pudieron ser sus otros destinos.

Una ambulancia lo esperaba en una ciudad del sur, donde había comprado un apartamento. Lo recogieron moribundo un día de lluvia en que estaba paseando por la playa, tras sufrir un ataque cardíaco. Dentro del vehículo de emergencia las luces iluminaban tenuemente la pantalla negra donde seguían fluyendo sin cesr sus pensamientos tortuosos, como un camino que conduce a la nada.