2010/03/27

DIBUJOS DE TIZA


IMAN MALEKI


Arp encontró un dibujo de tiza en la puerta de su casa. Parecía un pájaro, pero también podía tratarse de una flor o del cuerpo de una muchacha en movimiento.

Le gustó y no quiso borrarlo. No obstante, con el paso de los días la imagen fue desapareciendo. Poco después vio que alguien había hecho dibujos muy parecidos por todo el edificio, en los corredores, en los dos ascensores, en la puerta de los trasteros y en los garajes. Llegaban hasta el portal, pero no traspasaban la puerta de la calle. Eran un tanto simples, pero originales y armoniosos. El portero de la casa, sin embargo, poco amigo del arte espontáneo, los borró de inmediato.

Esa noche, Arp habló en casa, a la hora de cenar, de los misteriosos dibujos de tiza, pero el tema no pareció interesar lo más mínimo a su mujer o a su hijo de 12 años, que miraban la televisión ensimismados.

Al día siguiente vio, sobre el capó de su coche, un precioso dibujo hecho con tizas de colores. Le gustó tanto que llegó a sacarle varias fotografías. Sin embargo, como no se atrevía a borrarlo y le daba vergüenza salir así a la calle, decidió dejar el coche en el garaje e ir al trabajo en transporte público.

No hubo más dibujos. Arp acabó por limpiar su vehículo y se olvidó de ellos, poco a poco. Su hijo, mientras tanto, muy de mañana, franqueaba la puerta de la calle y salía, perdiendo horas de colegio, a pintar figuras abstractas en los muros desnudos de los bancos, en los vagones de tren, en los edificios públicos o en portales ajenos, utilizando siempre hermosos y delicados trazos de tiza.


LA DAGA DE PLATA


CLAUDIO BRAVO (The Fortune Teller)


Shadeh recibió un regalo inesperado. Llegó a su nombre, envuelta en un paño de seda, una hermosa daga de plata. Sorprendido y admirado por su belleza, el muchacho la guardó en un cofre del cual solo él poseía la llave.

La daga estuvo en aquel lugar muchos años. Shadeh se casó y tuvo hijos. Cada noche la sacaba de la caja para observarla con atención, y leía sus extrañas inscripciones, una a cada lado de la hoja “cada niño es un paso hacia un mundo mejor, cada adulto es una oportunidad perdida, cada anciano es un sendero hacia otra vida”. En el lado contrario, junto al filo, estaba grabado, en diminutas letras árabes:“Todo hombre es un príncipe, todo príncipe es un criminal que merece la muerte. Quien ejecuta al príncipe es un infeliz que desdeña su vida”.

Shadeh meditaba en estas frases una y otra vez, sin lograr entenderlas. En todo ese tiempo tuvo riñas con quienes creyó sus amigos, padeció reveses inesperados y descubrió a su mujer con dos hombres distintos. Nada dijo. Cada noche miraba la daga, pero ella no deseaba volver a la vida para encontrar su destino de sangre.

Llegado ya a su madurez, Shadeh empezó a sentirse inquieto, a ser un extraño en su familia, a olvidar el rostro de sus amigos, a llorar a sus padres ya idos. Una noche, entristecido, colocó la daga contra su corazón, pero esta rehusó, desdeñosa.

Vencido por la enfermedad y las deudas, abandonado por su mujer y sus hijos, decidió vender la daga. En el camino a la calle de los orfebres observó que un hombre, vestido con gran elegancia, apaleaba a un niño brutalmente. Al verlo, la daga saltó a su mano desde el pañuelo que la envolvía y se abalanzó al costado del agresor, hiriéndole gravemente.

Huyó rápidamente, sin que nadie lo siguiera. Después, escuchó rumores en las calles. Un desconocido había asesinado al príncipe, que golpeaba sin piedad a un muchacho por no querer postrarse a sus pies.

Shadeh volvió a su casa y encerró nuevamente la daga en el cofre. Ya no sale nunca con ella, no desea su sangre, aunque no teme las prisiones ni la muerte. Venera su tesoro como si fuera su único dios, y él su siervo y su testigo.


2010/03/24

LA CIUDAD DE LAS MEZQUITAS




Mahesh nació en la Ciudad de las Mezquitas. De niño recorría incansablemente sus calles, sus bazares, las casas de los astrónomos, de los magos y los profetas. En la plaza de la ciudad escuchaba los cuentos de los guías que conducían las caravanas y observaba embobado los números de los faquires.

Un día partió a defender el Islam con un ejército que luchaba contra los herejes que amenazaban Esmirna. Vio la muerte a cada instante, fue apresado y padeció un largo presidio. Al regresar a su ciudad ésta ya no existía como la había conocido o tal vez él no fuera quien había sido hasta entonces.

Confundido y sin saber qué rumbo tomar en su vida, acudió a un adivino que vio nítidamente su destino en las vísceras de una cabra. “La muerte vendrá a buscarte dentro de quince años -le dijo- pero antes viajarás y serás rico, tendrás muchas amantes, conocerás a la que ha de ser tu esposa y engendrarás con ella dos hijas”.

Pasaron los años. Todo se cumplió puntualmente, como el vidente le había dicho. Cuando faltaban solo dos meses para su cita con la muerte, Mahesh, aterrorizado por los designios ya cumplidos, empezó una huida interminable, borrando sus huellas a cada paso, para que nadie pudiera encontrarlo. Estuvo en Granada, en Estambul, en Venecia y llegó después hasta Afganistán y la India. Sin embargo, se sentía acosado por un aliento helado, entreveía una figura femenina acechándolo en cada lugar al que dirigía sus pasos. Apesadumbrado y sin esperanza, regresó a la Ciudad de las Mezquitas.

Cuando llegó el día señalado, la Muerte, una hermosa muchacha, vestida como una visitante real, cruzó el patio de su casa. Sin embargo, Mahesh no estaba allí aguardándola. Le había tomado la delantera y yacía en el suelo de su cuarto con el cuello abierto en dos por una daga.


2010/03/23

MANTÉNGASE ALEJADO DE LOS HOSPITALES


NORMAN ROCKWELL (Manchick)


“Los médicos no curan a nadie, es mentira. A mi aitite no le curaron” dijo Meme, mi hijo. Mi padre, su aitite, fue al hospital con una pequeña hemorragia digestiva y al de unos días se murió, allí mismo, por una extraña complicación. Le operaron, el médico se fue después de vacaciones y para cuando volvió ya no había nada que pudiese hacer. Las enfermeras se miraban las unas a las otras sin saber qué decir, aunque probablemente estuvieran acostumbradas a estas cosas.

Tener un hijo a los 42 años fue la mayor alegría de mi vida. Disfrutaba cada día, cada momento que pasaba a su lado. Apenas le reprendía o le sermoneaba, simplemente observaba su comportamiento mágico, la naturaleza que se reproducía y se regeneraba a través de mí. Mi padre se desvivía por él, esperaba ansiosamente el día en que fuéramos a visitarlo y le hacía pequeños regalos maravillosos, nueces, erizos de castañas, puñados de cerezas, saltamontes que después liberaban juntos, pájaros que soltaban al aire, zapaburus que coleaban felices en el agua tras recuperar su libertad.

Yo mismo soy médico. He visitado quirófanos, salas de parto, habitaciones de tuberculosos, camas de cuidados paliativos, laboratorios, áreas de intensivos, boxes de urgencia, servicios de neonatología o unidades de quemados. Todo cambia cuando la persona ingresada en uno de ellos es un ser querido. Ves esos lugares de un modo muy distinto, como si un velo te hubiera cubierto los ojos hasta entonces.

Pasé con mi padre su última noche. Una enfermera acudió varias veces a mi llamada. “No se queja nunca” –le insistí-, “Si dice que le duele es porque le duele muchísimo”. Solícita, la mujer volvía una y otra vez. Yo, que ya no vivía con la madre de Meme, sentí una viva atracción hacia ella. “Lo siento mucho”, me dijo al día siguiente, y después se echó a llorar. Tal vez fuera un ser de otro mundo que vino a acompañar en ese trance a mi padre, el aitite de Meme, un hada llegada de la Tierra Sin Mal, en la que aún creen, según parece, algunos indígenas subdesarrollados.

2010/03/20

LA CONSTRUCCIÓN DE SÍ MISMO


ABDEL KAREIM (El jardín de los barcos de papel)


A los 60 años de edad, en Alejandría, la histórica ciudad situada a orillas del Mediterráneo, donde vivieron Konstantinos Kavafis y los personajes atormentados de Lawrence Durrell, Ahmed emprendió la tarea de construcción de sí mismo. Mientras las alegres calles bullían de animación, él solo pensaba en una cosa: ¿Qué había sido de su vida hasta entonces?. Se había casado muy joven y había estudiado derecho. Después había trabajado para el gobierno egipcio, era padre de dos hijos y vivía en una gran casa, con varios criados.

Era un hombre de éxito. Todos lo creían así. Ahora estaba jubilado por una dolencia cardiaca a la que los médicos no daban excesiva importancia. Sin embargo, pensaba, “no puedo comprar un solo segundo de vida. Me moriré cualquier día, como murió mi esposa, lo que poseo pasará a otros, nada de lo que tengo es real”. Ahmed decidió convertirse en todo lo que no había sido hasta entonces, en construir su nuevo yo para el tiempo que durase su existencia, ya fuese un día, un mes o muchos años.

Hizo una lista de todos sus sueños sin cumplir, algunos descabellados: hacer cine, tocar música, vivir en un barco viajando de puerto en puerto, de continente en continente, como Simbad, visitar Europa, la India, China, Australia, Argentina y Vietnam, ascender montañas, conocer miles de personas, hablar español, alemán, islandés, escribir cuentos para niños, volver a enamorarse, pasar sus últimos años en brazos de una mujer y tener una hija.

Ahmed cambió su forma de vestir. Siempre había llevado elegantes trajes de alto funcionario, pero nunca había comprado él mismo su ropa. Un día se sentó en el paseo del puerto a observar a la gente que pasaba. Después, en una tienda moderna fue escogiendo su indumentaria con cuidado. Le gustaban las ropas sueltas, los colores claros y los cortes juveniles. Se dejó asesorar por la dependienta, de ascendencia francesa. Al verse en el espejo se gustó a sí mismo, pero se vio fláccido y algo gordo, por lo que decidió iniciar una rutina deportiva. Acudió a grupos de gimnasia, a saunas y piscinas y estableció relaciones con gente más joven, de ideas positivas e innovadoras.

En poco menos de un año su vida había dado un giro absoluto. Hacía teatro y practicaba bailes tradicionales. Incluso tuvo un pequeño papel en una película rodada en El Cairo. Maltrataba una guitarra de jazz y tenía nuevos amigos bohemios y de vida alegre, que apenas se preocupaban por las estrictas normas de vida de la ciudad.

Ahmed quiso construir también su carácter, sería quien quería ser, no se dejaría llevar por arranques de ira o violencia, sería observador y atento y no hablaría jamás mal de los otros, pues el mal siempre revierte en uno mismo.

En primavera decidió iniciar un viaje por el mar Mediterráneo. Partió solo en un velero. Recorrió las costas de Italia, Francia y España, arribó a Túnez y Malta, a Turquía, Chipre y a las islas griegas.

Nunca más se supo de él en su ciudad. Algunos, basándose en su escasa experiencia como marino, dijeron que había naufragado a poco de salir de puerto, pero no era verdad. Lo cierto fue que en Matala, al sur de Creta, conoció a una mujer, veinte años más joven que él, y ni él ni su barco quisieron moverse más del puerto, salvo para cortas travesías por las costas cercanas.

Un día, mientras escalaba por las antiguas tumbas de los primeros cristianos de la isla, excavadas en la roca, su corazón falló de un modo repentino. Murió en casa, junto a su pareja, embarazada de una niña. Al saber Ahmed que nunca iba a conocerla, una lágrima de vida escapó de sus ojos, como un diamante perfecto.


2010/03/12

LA CIGUAPA


ZHANG XIAOGANG (Untitled)


La Ciguapa cuenta sus años por los viajes que realizó, por los amigos que hizo, por los hombres que abrazó y besó.

Cada día repasa sus notas y sus fotografías y apunta con detalle esos instantes de felicidad y de magia. Necesita hacer varios viajes al año para sentirse viva. Por ello renunció en su día a muchas otras cosas: al matrimonio, a los hijos, a poseer una casa. Un año se va a Cerdeña, a Marruecos o a Nueva York, al siguiente a Berlín, a Islandia o a Teherán. Cuando anda escasa de dinero sus viajes son a lugares más cercanos, a Granada, a Madrid, a Lisboa.

La Ciguapa necesita el amor y el sexo para no sentirse una camelia seca y sin vida. La timidez y la ingenuidad que siempre la han acompañado le impiden tener más conquistas pero los rasgos de su rostro son tan expresivos y cautivadores que a menudo atrae a los hombres que desea. Generalmente la cifra de sus amores nunca baja de seis o siete por año, rubios o morenos, bellos como estudiantes húngaros, como nobles franceses, como atletas cubanos, como emires del Sáhara.

La Ciguapa escoge a sus hombres con gran cuidado, pues apenas unos pocos le valen. No busca relaciones duraderas sino pasiones efímeras, un mes o una semana de felicidad, un cuerpo junto al que dormir abrazada. Con eso su reserva de amor se mantiene estable por un corto espacio de tiempo, hasta que un nuevo hombre aparezca en su vida. Ella no sirve para el amor rutinario, para la esclavitud del hogar. Los nuevos amigos, a su vez, hacen que su existencia se anime y se renueve. Sus visitas, sus llamadas, las fiestas y excursiones a las que a menudo la invitan, hacen que sienta una alegría inmensa de poder compartir sus vidas, un enorme placer de tenerlos a su lado.

El último año la Ciguapa solo ha salido de viaje una vez. Ha tenido, además, un único amante, que aún permanece cada día en su vida. Viajó con una amiga a Cracovia y en esa hermosa ciudad lo conoció. Es un muchacho espigado, algo más joven que ella, que vende fresas y moras en el mercado, un hombre sin títulos académicos o de nobleza. Sin embargo, cada uno de sus besos valen tanto como el resto de los besos de su vida. Cuando le habla, trastabilleando sus palabras, parece un misterioso elfo de esa ciudad encantada, un hijo de sus barrios antiguos, un príncipe de incógnito al que hubiera esperado cada día de su vida.



2010/03/11

CAJAS DE ZAPATOS


MARY CASSAT (Young Mother Sewing)


Zizari fue una niña prematura. Nació en casa de su madre tras permanecer en su vientre durante seis meses y medio. Con ese tiempo de gestación, por entonces, los recién nacidos tenían muy pocas posibilidades de sobrevivir. Los libros médicos decían que el límite inferior compatible con la vida era de 1500 gramos. Zizari solo pesó 900. La comadrona, con una mínima esperanza de que pudiera salvarse, se la llevó, enrollada en una toalla, a su propia casa, y la puso frente a la estufa, dentro de una caja de zapatos que llenó con copos de algodón. La criatura estuvo a punto de morir por sus propias dificultades y porque no era capaz de alimentarse del pecho de su madre, que pasaba a su lado el día entero. El calor de la estufa, la luz de una bombilla eléctrica y la ayuda solícita de las vecinas consiguieron que Zizari se mantuviese con vida, si bien fue ganando peso muy lentamente. La niña nació en pleno verano, un 22 de julio, y por la tarde la comadrona la sacaba a la terraza colocándola sobre una mecedora, en su caja de cartón, para que el sol la mantuviese caliente.

Por suerte, Zizari no padeció ninguna secuela en su vida posterior. Fue una niña feliz, tal vez algo más pequeña y delgada que las demás, tal vez distinta de todas. Apenas comía y tenía unos ojos casi traslúcidos. Hizo la misma vida de todos los niños. Jugó con amigas y amigos, se golpeó y se hizo heridas, fue a la escuela, estudió una carrera, tuvo enemistades y amores, se casó y engendró dos hijos que jamás necesitaron dormir en cajas de zapatos, al calor de una bombilla o una estufa.

La línea de su vida dio paso a otras vidas posteriores, surgidas de mil casualidades, de conjunciones de espacios y tiempos sutiles. Que sus padres se conocieran por un azar afortunado, que no muriese cuando todos así lo aguardaban, que conociera a un hombre que dio su vida por ella, que otro más no se atreviera a dar un paso justo a tiempo.

Zizari amó a los dos hombres a la vez, a ninguno más que al otro. Los añoraba a los dos, soñaba con ellos, deseaba besarlos cada día y acariciar su piel, dormir abrazándolos como si fueran fragmentos de un mismo cuerpo.

Al final de su vida, Zizari se convirtió una anciana extraña, ajena al mundo. Murieron, casi a un tiempo, sus dos hombres. Sus hijos apenas la visitaban. No juntaba palabras o números en crucigramas o pasatiempos, no visitaba los cafés, no veía la televisión, no jugaba a las cartas. Pasaba el día observando la vida, escuchando a los otros, mirando en el interior de sus ojos, descubriendo intenciones en las líneas quebradas de los labios, añorando a sus hijos, recordando sus viejos amores, acariciando la piel anciana de la chiquilla indefensa que fue y que aún era, de la niña recién nacida cuyos sueños cabían en una caja de zapatos.


2010/03/09

PAÍSES PERSONALES


ÁLVARO REJA (Noé)


No sé a quién se lo oí por primera vez. Quienquiera que fuera decía que existe un tipo de países que son los que todos conocemos, los que aparecen en los mapas, producto casi siempre de invasiones o conquistas, de reclamaciones desatendidas y supuestas democracias más o menos impuestas.

Pero hay además otros países. Son los países personales, que tienen territorios cambiantes que se suman y se restan, sin necesidad de ejércitos que invadan sus ciudades a sangre y fuego, sin amenazas veladas, sin referéndums de autodeterminación. Estos países personales los conforman territorios muy distintos, situados a veces a miles de kilómetros de distancia, y sus habitantes tienen pasaportes multiétnicos, coloristas y variados.

En los países personales caben todos aquellos lugares, objetos y personas que han marcado nuestra existencia, que nos han dejado una huella de emoción, un rastro de felicidad o de tristeza. Su capital puede ser Katmandú, Río de Janeiro o un pequeño pueblo de la Bretaña, o tal vez una mezcla de todos ellos. Sus personajes más significados, los que aparecen en sus billetes de banco de curso legal y en sus colecciones de sellos son las personas a las que hemos admirado o querido, gente corriente que tal vez solo es importante para nosotros.

Mi pequeño país personal es de dimensiones reducidas. Ocupan su territorio muchos paisajes y pueblos del País Vasco, donde he pasado la mayor parte de mi vida, y el Mar Cantábrico azota sus costas. Pero en ese espacio de pocos kilómetros cuadrados están también algunos pueblos de la costa de Cádiz, varias playas de Menorca, Tortuguero, Cienfuegos, Chichén Itzá, San Juan de Luz, Trogir, Finisterre, Gijón, Salamanca, Granada, Oporto, los mercados de Catania, la playa de Matala, en Creta, Praga, las pirámides de Egipto o el Nilo. También incluye lugares en los que nunca he estado, como Rodas, Oslo, Copenhague, Kingston o el Parque Nacional del Serengeti. Su río más importante no es el Bidasoa o el Nervión, sino un tramo imaginario del Orinoco. Sus montañas más elevadas son el K-2 y el Kilimanjaro, situadas en la misma cadena montañosa, no muy lejos una de la otra. Recientemente han sido anexionados la ciudad de Ljubljana y los lagos de Plitvice y Bled.

Por esos territorios pasean habitantes desconocidos a los que muy pocos conocen, y también otros que son bastante famosos, como Omar Khayyam, Amelie Poulain, Siddharta, Hermann Hesse, Walt Whitman, Harpo Marx, César Vallejo, Buenaventura Durruti, Matsuo Basho, Lena Olin, Constantinos Cavafis, Ingmar Bergman, Cary Grant, Kurt Cobain, Jim Morrison, John Renbourn, Ben Kingsley, David Foster Wallace, Anne Consigny y Satélite, el niño protagonista de “Las tortugas también vuelan”.

Todos hemos estado en lugares que no acaban formando parte de nuestros países personales, aunque hayamos pasado largos años en ellos. Hemos leído libros y hemos visto películas que no han dejado en nosotros ningún poso, hemos tenido amigos o amores que olvidamos rápidamente. Hemos conocido también muchas personas que tienen nuestro mismo pasaporte pero son extranjeros en nuestros países personales, que necesitan un visado para cruzar sus puertas, que tienen prohibido el paso o que son recibidos a cañonazos. Con algunos tratamos diariamente. Otros, por el contrario, entran a cada instante y aunque estén varios años sin volver son recibidos con todos los honores, tienen retratos, estatuas y calles dedicadas. Aún desde la primera vez que atraviesan sus puertas, aún sin haber aparecido jamás ante ellas.

2010/03/04

HADAS DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

EGON SCHIELE (Seated Woman with Bent Knee)


Durante sus primeros días de trabajo, las hadas de las administraciones públicas parecen desorientadas. Llegan casi siempre como sustitutas o trabajadoras temporales y vagan revoloteando de aquí para allá, tratando de encontrar algún rastro de vida en aquel mundo extraño. Con un movimiento de su mano realizan tareas que a otros les cuestan días, semanas o meses y por las que reciben, a cambio, un sueldo muy inferior. No creen tener derechos, no piden nada, no reivindican otra cosa que seguir allí por un tiempo fugaz, con los ojos muy abiertos, contemplándolo todo, como los viajeros que descubren a cada nuevo paso, en cada persona que conocen, en cada conversación, en cada brizna de hierba, una experiencia maravillosa, irrepetible y perturbadora.

No se conoce si sus compañeras, funcionarias hechas y derechas, han sido siempre como son hoy, magas, brujas o hechiceras que recorren los archivos pronunciando conjuros o si también fueron hadas, como ellas, algún día lejano. Si así fue, no parecen conservar ni una fracción microscópica de su ser mágico bajo las ropas de marca que exhiben orgullosas, bajo las capas de maquillaje, los zapatos de tacón, los cuerpos abultados por los excesos de dulces y comida precocinada, los ojos esquivos que jamás miran de frente, los siseos en las sobremesas o en las horas del café. Las hadas, cuando las ven reunirse en grupos impenetrables y extender chismorreos, parecen divertirse, como niñas que contemplan un desfile de morsas.

Las hadas de las administraciones públicas se mueven entre las mesas y mamparas como elfos, cebras o pequeños antílopes. Tienen un brillo en los ojos que las hace diferentes a todas los demás especies que transitan cada día las oficinas públicas. Los investigadores de estos seres inmateriales, que han leído algunos libros sobre ellas o han escuchado sus historias, pueden pasarse los días buscándolas, recorriendo los pasillos, las salas de reuniones, las bibliotecas, mirando detrás de las cajas amontonadas, de las máquinas de café, escrutando las oficinas atestadas de funcionarios y visitantes despistados. De repente, cuando ya creían imposible cumplir su tarea, las descubren inesperadamente detrás de alguna mesa apartada, trabajando afanosamente, convencidas de que cada expediente, cada consulta o cada llamada pueden suponer la felicidad o la desdicha de muchos seres humanos, raza a la que ellas, sin embargo, no pertenecen. Cuando por fin las encuentran, los investigadores se mantienen a distancia, observándolas con disimulo, pues cualquier estímulo puede hacer que escapen o se evaporen en el aire. Realizan bocetos, sacan fotografías con lentes de aumento y las observan actuar en las tareas más humildes y rutinarias, hasta que tienen pruebas irrefutables que confirman su pertenencia a esa especie misteriosa.

Con el paso del tiempo, las hadas finalizan sus contratos y son despedidas con indiferencia y desgana. Sorprendidas y tristes, desaparecen sin decir nada a nadie. Algunos dicen que regresan a su mundo irreal, a los bosques, las montañas o los arrabales donde habitualmente residen. Otros, sin embargo, auguran que volverán a ser contratadas, una y otra vez, hasta que, imperceptiblemente, se vayan transformando en matronas hostiles que se pintan cuidadosamente cada mañana ante la pantalla apagada de su ordenador. Los investigadores, preocupados por no volver a encontrarlas, elaboran tesis e hilvanan teorías, hasta que, ya cansados, vuelven a sus casas melancólicos y afligidos y se adormecen pensando en ellas, como muchachos enamorados o poetas que sueñan con seres del ultramundos, con estrellas fugaces que atraviesan el espacio vacío.


2010/03/02

RECETA PARA AHUYENTAR LA DESDICHA


MAXFIELD PARRISH (Air Castles)


Escoja buenos ingredientes: cierta solvencia económica sin desproporción o agravios comparativos (es un hecho comprobado que el exceso de dinero cretiniza), amigos a discreción, viajes a lugares remotos, amantes ocasionales o parejas para toda la vida, hijos al gusto, un buen trabajo con algunas pizcas de creatividad, hábilmente espolvoreadas.

No es necesario que sus conocidos lean a Sigmund Freud o sepan resolver ecuaciones complejas. La intrascendencia es tan necesaria como el conocimiento científico. Tampoco es obligatorio que estén dispuestos a escuchar una y otra vez todos sus problemas. Es tan importante tener un amigo superficial como un confidente.

Llámeles a menudo. No escatime en gastos con ellos, por Dios, salvo que esté atravesando por verdaderas dificultades. Si tiene dinero de sobra, piense que, si no lo gasta de otro modo, colaborará en los desmesurados beneficios de la banca. Puesto que tampoco querrá enriquecer a los emporios de las comunicaciones, explore medios alternativos de relación con el prójimo, fiestas, paseos, visitas inesperadas, abrazos, conversaciones a la luz de la luna. Gaste todo lo que necesite para ser feliz. Márquese como un objetivo que su cuenta bancaria esté a cero o tenga números rojos en el instante de su muerte.

No hace falta inventarse un origen de postín o unos padres con dinero, pueden ser pobres de solemnidad siempre que le hayan prestado la suficiente atención. Tampoco necesita fantasear con amores o amantes. El escaso éxito afectivo tiene su hechizo, tal vez usted sea el último paraíso por descubrir.

Diseñe cada día libre, cada fin de semana, como si fuese una joya, un diamante de mil caras. Juegue con cada instante. Tome decisiones cada día. Se va a equivocar quizás tantas veces como acierte, pero al menos podrá sentir el vértigo del vacío, la alegría del salto mortal, el flujo veloz de la sangre por su cuerpo, la sorpresa del éxito inesperado. Y tal vez aprenda, aunque sea superficialmente, de su larga lista de fracasos. No olvide jamás, sin embargo, que el único camino seguro es el que se dirige hacia adentro, hacia uno mismo.

Dinamite cada minuto, revolucione cada día, haga una creación irrepetible de cada instante. Y cuando llegue su fin, experiméntelo como quien prueba un manjar desconocido o quen visita un nuevo país, como si emprendiera un viaje al centro de la Tierra o tuviera una cita inesperada con una amante vertiginosa que busca depositar en sus labios un beso eterno.