2010/05/20

ESTRELLAS


¿Te has parado alguna vez, en mitad de la calle, cuando llegas a casa de noche, solo, a mirar las estrellas?

¿Conoces alguno de sus nombres?. La mayoría tienen origen árabe, y muchos son especialmente bellos: Alnilam, Fomalhaut, Elnat, Meissa, Adhara, Altaïr, Enif, Rasalhague. Sus significados son igualmente hermosos: Wasat, “en medio del cielo”, Muphrid, “la estrella solitaria”, Tarf, “la mirada del león”, Sadalsuud, “la estrella de la suerte”, Aldebarán, “el que sigue a las Pléyades” o Alioth, “el caballo negro”.

Descendientes de aquellos hombres que pusieron nombre a las estrellas viven hoy entre nosotros, en un número que día a día crece. Pasean a nuestro lado, acuden a la oficina de empleo, cuidan de sus hijos y compran en nuestros supermercados, ante la indiferencia y la mirada condescendiente de muchos.

Los pueblos árabes dieron vida a las historias de las Mil y Una Noches, a Sherezade, Simbad y Aladino, que llenaron de magia nuestra infancia y juventud. Fueron el origen de historiadores, científicos y poetas de la hondura y la sencillez, como Omar Khayyam. En el seno del Islam hallaron la inspiración los derviches y los contadores de historias de El Cairo.

Tal vez los pueblos árabes hayan olvidado una parte de su pasado grandioso. Quizás, para recobrarlo precisen acercarse a él de nuevo, con los sentidos abiertos a las múltiples facetas que los constituyen, a los mercaderes del Sahara, a los nómadas tuareg, a los maestros sufíes, a la cultura de los antiguos egipcios, a los constructores de la Alhambra y la mezquita de Marrakesh, a los cazadores de animales salvajes de las antiguas praderas que hoy son solo desierto, a los hombres sencillos que en la inmensa soledad de las dunas dieron nombre a las estrellas.


2010/05/17

EJERCICIOS DE APNEA


HENRI DE TOULOUSE-LAUTREC (Bed)


Cuando era un niño me gustaba meterme bajo las mantas de mi cama. Incluso siendo un adulto lo he hecho algunas noches, solo o en compañía, y he vuelto a sentir lo mismo que en aquellos años perdidos de la infancia, que hoy me parecen maravillosos. Contengo la respiración unos segundos, incluso un minuto, hasta que ya no puedo más y regreso a la superficie, a la vida normal, al aire libre, a los sueños estancados o rotos.

No me puedo quejar de mi vida. Trabajo en una tienda de informática, toco el contrabajo en un grupo de jazz de mi ciudad, viajo a menudo y tengo una pareja que es mucho mejor de lo que podía esperar. Paulette tiene once años menos que yo, y no me explico qué puede haber visto en mí, un carcamal de 53 años, con poco pelo, bebedor incidental, fumador recurrente y sin demasiado dinero, desgarbado y sin una pizca de gracia. Es la mujer que quise tener a mi lado desde que la vi, sin imaginar que podía tener tan siquiera una pequeña posibilidad de casarme con ella. Cuando la conocí ella, que tenía solo 26 años, me puso una condición para ser mi pareja. Quería ser madre. Tuvimos una niña, Oittabe, y yo, que le había puesto todas las pegas del mundo y que incluso amagué con la separación para evitar el compromiso atroz de la paternidad, hoy no puedo vivir un solo segundo sin saber que mi hija se encuentra bien. Si ella no existiese sería un completo desgraciado, si la mujer que vive a mi lado hubiera aceptado mi chantaje emocional, vagaría alcoholizado por las calles más turbias, sin vida, sin amor, sin trabajo y sin destino.

Hace tres semanas, Oittabe, que tiene ya dieciséis años, se fue a pasar un año en Edimburgo, para aprender inglés. Se me cortó la respiración desde el mismo momento en que planteó en casa esa posibilidad, aunque sabía que no podía oponerme. Desde entonces camino como un ser sin vida propia, casi sin hablar con nadie ni en el trabajo ni fuera de él. Mi conversación con Paulette tiene que ver invariablemente con la niña. Si al menos hubiera tenido otro hijo, otra hija, pienso entonces, olvidando que rechacé esta posibilidad tajantemente, años después de que Oittabe naciera.

Por las noches espero su llamada. Aunque sé que solo acostumbra a telefonear los viernes o sábados, aguardo ansiosamente a que lo haga cualquier día, en cualquier instante. Cuando llega la hora habitual de sus llamadas, alrededor de las once de la noche, mientras Paulette está leyendo o viendo algún programa de televisión, me meto bajo el edredón de plumas de nuestra cama y aguanto la respiración. “Antes de que vuelva a respirar sonará el teléfono” pienso para mí mismo.

Paulette me mira de una forma extraña. ¿Pensará que estoy loco, que se ha casado con un pisicópata?. Hoy para mi sorpresa, la he encontrado en la cama cuando me iba a acostar. Jamás lo hace antes de las doce. Estaba, como acostumbro a hacer yo, completamente cubierta por el edredón. Cuando la he destapado no se movía. Aterrorizado, he tocado su pecho, he acercado mi cara a su nariz, he palpado su cuello en busca del latido carotídeo.

Cuando por fin se ha ido recobrando, semidormida, me ha dicho, de manera entrecortada y compungida “Aún no ha llamado”. “Pero si es jueves. Sabes que llama los viernes”, le he contestado. Entonces Paulette se ha echado a llorar.

Me he metido con ella en la cama, tratando de consolarla. Al ver que respiraba normalmente, la he abrazado con fuerza y la he llevado hasta el fondo de la cama, dejando una abertura por donde se pudiera filtrar el aire. Hemos hecho el amor pausadamente, queriéndonos, deseándonos, de una manera que ya casi no recordaba. Al terminar se ha quedado dormida a mi lado, debajo del edredón. He deseado que esta vez, más que nunca, se volviera a quedar embarazada, que ese ser desconocido que nada a oscuras en el interior de nuestras células surgiera de una unión inexplicable y que volviera a urdirse el milagro más frecuente del mundo, repetido en todas las especies conocidas, a lo largo del planeta, un millón de veces cada día.


2010/05/13

ALMAS GEMELAS


SANDRA BATONI (Muchacha sentada junto a la mesa)


El único propósito en la vida de Giselle era encontrar a su doble, a su alma gemela, a la persona que mereciera su amor. Era una mujer bastante hermosa y tenía un trabajo bien reconocido como oftalmóloga. Se había comprado una gran casa frente al mar de Bretaña y aún así tenía dinero suficiente para ir de viaje cuatro ó cinco veces al año. En cada nuevo sitio al que acudía trataba de hallar la persona que completase su vida, y para ello se quedaba escuchando la respuesta, que esperaba clara y audible, de su corazón. No buscaba unas muletas que la sostuvieran, ni alguien que le solucionase su futuro o le permitiera vivir mejor, sino un hombre que la sujetase en sus brazos y la acompañase como un fiel amigo en el transcurso de la vida, que avivase la llama de sus deseos adormecidos, que dilatase las horas de su vida con momentos inesperados, con alegrías repentinas, con frases y hechos de amor.

La muchacha anhelaba el amor, pero no rehuía los amantes ocasionales. En toda su vida había tenido más de treinta o cuarenta, pertenecientes a ciudades y culturas diversas, pero su alma gemela seguía sin aparecer ante ella, se escondía como un ser tímido y misterioso, como un elfo delicado y transparente que solo existiera en su mente. “La vida es un viaje a lo desconocido” escribía Giselle en su diario. “Existen millones de personas de las que nada sabemos. Cada día tenemos la obligación de hacer algo distinto, de conocer gente nueva”.

El tiempo pasa. Desde hace unos años, Giselle viaja con menor frecuencia. Cuando no está en el hospital pasa muchas horas en su casa frente al mar. Recibe muchas visitas de amigos de su entorno más cercano y de viejos conocidos de otros lugares. Adora el sexo y la complicidad amorosa, pero también ama la soledad. En sus vacaciones acude a una pequeña localidad de Mozambique para curar los ojos enfermos de los habitantes de las aldeas a cambio de compartir su comida y de una vieja cama de paja.

De noche, en su cuarto, Giselle escribe en su diario: “Puede que en el mundo haya miles de almas gemelas para cada uno de nosotros. Entregarnos a los otros es entregarnos al universo, a la vida. Estamos solos ante la inmensidad del cosmos, rodeados de millones de compañeros de viaje que están, como nosotros, atemorizados por la enfermedad y la muerte, por el futuro incierto”.

Aquella noche, Giselle, aún atractiva, recibe la visita de un nuevo amante. Es un habitante de esta tierra, donde nació la vida. En sus brazos se siente una princesa zulú en su noche de bodas, una muchacha desnuda ante el mundo, que se abraza con fuerza a uno de sus dobles, de sus almas gemelas.



2010/05/12

ZACK


ZHANG XIAOGANG


Cada vez que baño a Zack, mi único hijo, puedo ver cómo su tamaño se va reduciendo, poco a poco, hasta casi desaparecer. Se va volviendo igual que un pececillo, y luego parece solo una larva diminuta. Es entonces cuando lo saco de la bañera, temiendo que vaya a volverse invisible, que lo devore algún mosquito agazapado entre el gel y el champú, que se cuele por la rejilla del desagüe o que no pueda reconocerlo entre las pequeñas burbujas de agua.

Después lo pongo a secar y puedo ver cómo recobra poco a poco su tamaño natural y cómo va creciendo hasta ser nuevamente lo que era, un niño de cuatro años que pesa catorce kilos, que habla, ríe y corretea por todos lados, persiguiendo a los gatos, inventando palabras, pidiendo incansablemente cosas tan sencillas que resulta imposible conseguirlas.

Una vez, después de bañarlo, lo puse, como siempre, a secar. Se había vuelto otra vez muy pequeño, diminuto como una lágrima. Lo coloqué junto al fogón de la cocina, no muy alejado del fuego, para que le llegase un poco de calor. De manera imprevista me puse a cocinar y una gota de aceite caliente saltó de la sartén y cayó sobre él. Aún no había recuperado su tamaño sino muy levemente. Me puse a gritar como un loco. Temí haberle matado.

Observé, aterrorizado, cómo iba recuperando su tamaño normal. Estaba más aletargado que nunca, pero aún respiraba y su corazón latía débilmente. Se recuperó, por fortuna, pero desde entonces tiene una mancha amarilla sobre el pecho que le salpica ligeramente la cara, como si estuviera maquillado para una fiesta de carnaval o como si fuera un ser del futuro. Los médicos me han dicho que esa mancha nunca desaparecerá.

Desde entonces, Zack, mi niño querido, la razón de mi vida, odia el agua. Cada vez que me ve mira con recelo, como si no lo quisiera o como si pensara que espero una ocasión para volver a dañarlo o buscar su muerte.


2010/05/11

LA HABITACIÓN DE LOS SUEÑOS


HENRI DE TOULOUSE-LAUTREC (In Bed-The Kiss)


Poco después de cumplir 32 años, Stanislav conoció a Sheeva, el amor de su vida. Su conquista fue quizás de un mérito mayor que el descubrimiento y colonización de América o la posterior independencia de sus repúblicas. Cada noche, el hombre escogía y planchaba cuidadosamente la ropa que debía utilizar el día siguiente. Por las mañanas, después de ducharse, se afeitaba con gran esmero, se daba cremas hidratantes, se perfumaba mirándose desnudo ante el espejo y dedicaba diez minutos a vestirse, muy lentamente, con las ropas previstas, como si estuviera ejecutando una ceremonia de una importancia trascendental. Antes de salir de casa se sentaba un momento en su terraza a oscuras, mirando al firmamento y pensaba en que, cuando estuviera en presencia de la mujer, debía entregarse a ella con el oído y la mirada, con su alegría y su atención constante, hasta fundirse en un único ser, hasta lograr una comprensión absoluta.

Sin embargo, cuando tuvieron su primera relación sexual, unos meses después, nada salió como había previsto. Ambos se sintieron tensos e inseguros. Stanislav pensó que después de esa noche Sheeva nunca más querría dormir a su lado. La rehuyó durante todo el día, derrotado de antemano. Sin embargo, a la noche siguiente, ella apareció ante su puerta, alegre y feliz, con una bolsa en la que guardaba un pijama de flores y varios objetos de aseo. Desde entonces jamás volvieron a separarse.

A pesar de ello, Stanislav siguió cuidando con esmero todos los detalles que podían afectar a la relación. Cambió las cortinas de su cuarto, lo pintó con un color cálido, estudió cada rincón, cada objeto, cada cuadro y cada lámpara, y los cambió de sitio varias veces, tratando de aplicar en su hogar las leyes invisibles del Feng-shui.

Al principio les costó encontrarse el uno en el otro. Durante sus primeras citas de amor, él se sentía torpe y desmañado, tal vez a causa de su experiencia limitada en esas cuestiones. Sin embargo, cada día la relación se volvía más placentera para ambos. Stanislav se entregaba a ella apasionadamente, pero a su vez estudiaba con atención los gestos de su pareja, la manera que tenía de abrazarlo, sus gemidos, descubriendo las zonas secretas de su cuerpo y aprendía también de sí mismo, del placer creciente que sentía y de la extrema sensibilidad de algunas áreas inexploradas de su ser. Ya de día, leía en secreto, para saber aún más, revistas femeninas o aburridos tratados de sexo.

Stanislav siguió así durante toda su vida, en una interminable conquista, vistiéndose cuidadosamente, formándose en las artes del amor, pues siempre pensó que estaba a punto de perder a su amada, que la relación podía terminar en cualquier momento, que ella lo abandonaría cualquier día por otro hombre más rico, más atlético, mejor amante, más simpático y dicharachero.

Nunca llegó a saber que la había ganado desde el principio, que Sheeva, desde el instante en que lo vio tuvo claro que jamás podría separarse de él. La mujer nunca reclamó al destino que hubiese colocado a ese hombre en su vida y no a otro cualquiera. Agradecía cada día a sus dioses que unieran su camino al de ella. Enamorada, lo buscaba todas las noches, antes de dormir o en mitad del sueño, entregándose a él por completo, como si fuera el amigo y el amante perfecto, como a un príncipe misterioso que reinaba en la habitación de sus sueños.


2010/05/10

NÁUFRAGOS


AURELIANO ARTETA (Los náufragos)


Me reúno con un grupo de conocidos y amigos, casi todos por encima de los 40 años y me parece, de pronto, estar en medio de un grupo de náufragos. Sus caras reflejan, en distinta medida, los estragos de una dura travesía por la vida, con caídas y desilusiones, desastres, pérdidas y desgracias. Algunos sobreviven con cierta gallardía, con elegancia, mientras otros muestran en sus cuerpos marchitos las feroces dentelladas de un pasado implacable.

Pienso entonces que tal vez la vida de todos no sea más que una historia de supervivencia, un juego de naufragios. En ese juego, algunos nacen ya abandonados por el destino, los niños con enfermedades o malformaciones, los indios de las aldeas perdidas de Bolivia, los habitantes pobres de Sudán o de los suburbios de Calcuta.

Pero a partir de cierta edad todos nosotros, europeos, asiáticos o africanos, ricos o pobres, inteligentes o estúpidos naufragamos sin remedio, nos hundimos en nuestras propias vidas hasta el definitivo cataclismo de la vejez y la muerte, ese desfiladero sombrío que nos lleva hacia un mundo desconocido. El camino a ese mundo es, tal vez, el trance más importante de nuestras vidas. A él llegamos desarmados y sin fuerzas, exhaustos, derrotados y casi siempre solos.

Miro a mi alrededor y veo niños alegres, muchachos esbeltos y presuntuosos, mujeres que acuden a sus trabajos, hombres con corbata o ancianos que caminan lentamente, escapando del sol. Yo, como Alexander Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe, paseo entre ellos como un muchacho extraviado, como un náufrago.



2010/05/09

NIÑOS


ELENA ODRIOZOLA


Los niños conocen todos los secretos. Su pensamiento difuso dirige los complejos mecanismos de la vida intrauterina, computando lentamente lo aprendido por todos los seres vivos a lo largo de la historia de la Tierra y las estrellas.

Cuando atraviesan el umbral de nuestro mundo, cubiertos de secreciones, los recién nacidos saben ecuaciones, algoritmos, física cuántica. Dominan el lenguaje de los osos polares y las mariposas, de las amebas y las flores, la geografía imprecisa de los astros y los caminos que permiten atravesar agujeros negros con la única fuerza del pensamiento.

Los niños proceden, tal vez, del mismo lugar al que nos dirigimos tras la muerte. Dicen que es un lugar muy hermoso al que todos pertenecemos, un mundo misterioso y constante donde todo lo aprendido se olvida y lo olvidado vuelve a recordarse.



EL BARRIO DE LAS SERPIENTES


EDUARDO ÚRCULO (Chinatown)


Había cortado su pelo al cero y olía a colonia muy cara. Se vistió con un traje blanco y fue hasta el Barrio de las Serpientes, dando tumbos por la calle abarrotada de hombres sin alma.

Había conocido allí a una muchacha que parecía ingrávida en sus brazos y a la que no había querido olvidar desde entonces. Aguardó a verla salir del brazo de un amante fugaz y le dio cien dólares para que subiera a su coche, que hacía un terrible estrépito.

Llegaron hasta el paseo del puerto. Él tomó un sorbo de un licor desconocido antes de entregarle un anillo, sin querer mirarla, mientras contemplaba los pájaros que trazaban líneas rojas en el cielo.

La muchacha no lo recordaba, pero le gustaron sus labios y dijo que sí sin pensarlo. Aquella tarde no volvieron a sus casas, comieron bocadillos y bebieron agua de las fuentes y cerveza de lata. Después, se tatuaron un corazón con tinta roja para celebrar su compromiso. Por la noche, a la hora pactada, él la llevó de vuelta al burdel donde al día siguiente lo estaría esperando su figura quebradiza que siempre olía a rosas.


2010/05/05

EL CORAZÓN QUEBRADIZO



JACKSON POLLOCK


La vida se condimenta a cada instante, como una receta de cocina, o tal vez se elige cuidadosamente, como la carta de un restaurante de lujo. ¿Qué deseo que ocurra en este día que morirá tras unas horas?. ¿Qué quiero añadir a mi experiencia en este año que comienza?. ¿Cuánto quiero de amor, de literatura, de deporte, de sexo, qué físico quiero tener, quiero estar más gordo, más musculado, qué pensamientos dejaré que me dominen o decidiré cultivar, qué ciudades me gustaría conocer, qué amigos deseo frecuentar, quién será mi pareja para siempre o mi próxima amante?.

Sin embargo, la vida también nos depara continuas sorpresas, golpes inauditos, saltos al vacío, hechos inesperados, unos positivos y otros, al contrario, trágicos, de los que a duras penas nos recuperamos, como si fuéramos las víctimas de un naufragio o un maremoto. Muchas veces, además, nuestros planes están marcados por otros, por influencias que no hemos buscado y que no deseamos.

Así, el dibujo de la vida se va bosquejando con pequeñas elecciones, entretejidas por los movimientos en zigzag de nuestros pensamientos oscuros, por las oscilaciones de nuestro corazón quebradizo.



HIYYA, RAÍZ DE SERPIENTE


Claudio Bravo (The Fortune Teller)


Ariel pasó la tarde en el mercado de Marrakesh, solo, ya que sus amigos habían preferido quedarse en la piscina del hotel, un cinco estrellas repleto de turistas franceses. Poco a poco se fue alejando de las zonas más concurridas y pudo descubrir tiendas que ofrecían objetos distintos a aquellos que se repetían una y mil veces en los puestos de los corredores más transitados. Se sentía a gusto en aquel ambiente extraño, que le recordaba a los cuentos de las mil y una noches, rodeado de gentes del lugar y unos pocos extranjeros. Cuando alguno de ellos se detenía a mirar las mercancías expuestas, los comerciantes parecían sorprenderse, como si no estuvieran acostumbrados a recibir visitas.

Vagabundeando por el mercado, Ariel entró en una tienda de hierbas, especias y plantas aromáticas. Por simple curiosidad, se quedó observando los pequeños sacos, cartones y plásticos abiertos, identificados con signos que para él resultaban incomprensibles. De repente, su atención se centró en una raíz leñosa y retorcida de color rojizo. Al mirar el precio, escrito en dirhams al lado de la planta se sorprendió, pues parecía una cantidad exorbitante en comparación con la que figuraba junto a las demás mercancías expuestas. Se quedó aún más sorprendido cuando calculó su precio en euros. La planta, similar a la mandrágora, tenía la forma de una pequeña serpiente enroscada y estaba apartada, casi escondida, como si el comerciante quisiera tenerla cerca de sí y únicamente la reservase para algunos visitantes escogidos.

Ariel preguntó al vendedor, un anciano bereber, por sus virtudes. Utilizó el inglés y el francés, pero el hombre no pareció entenderle. Solo repetía, una y otra vez, una palabra, “asira” o tal vez “axira”, que Ariel supuso de origen árabe. La planta le atraía con tanta fuerza que el muchacho, que volvía a casa el día siguiente, se gastó sus últimos dírhams en una pequeña cantidad de aquella raíz aparentemente seca. Todo intento de regatear fue infructuoso. El anciano no tenía, supuestamente, ningún deseo de venderla, y parecía sentirse molesto por el desmedido interés del extranjero.

De vuelta al hotel, Ariel preguntó en recepción por el significado de esa palabra, pero no le aclararon gran cosa, tal vez debido a su mala pronunciación. Uno de los mozos, sin embargo, le dijo que “axira” significaba algo así como “el más allá”, aunque bien pudo haberle dicho cualquier otra cosa, pues apenas era capaz de pronunciar unas pocas frases en castellano.

No se volvió a acordar de la extraña raíz hasta que, ya de vuelta, al deshacer la maleta se la encontró en el fondo, bajo la ropa, envuelta en una pequeña bolsa de plástico. Durante toda la semana, Ariel anduvo muy ocupado, completamente absorbido por su vuelta a la cotidianeidad. El sábado a mediodía, la volvió a encontrar sobre la placa de vitrocerámica de su cocina. Acababa de comer y pensó hacerse una infusión de la costosa planta, sin saber si era digestiva, tranquilizante, si servía para expectorar, para dejar de toser o si incrementaba la potencia sexual.

Después de tomar la bebida, muy caliente, Ariel se puso a ver la televisión y se quedó dormido. Cuando despertó, el salón estaba a oscuras. Miró la hora. Eran las once de la noche. De repente recordó que había quedado con un amigo a las once y media, justo después de cenar, para tomar unas copas. Temiendo llegar tarde a su cita, se vistió y salió de casa apresuradamente.

A la mañana siguiente se despertó en un extraño lugar, completamente desconocido para él. A su lado yacía, desnuda, una muchacha hermosísima, que dormía profundamente. Ariel recordó de repente su cara y su nombre, Estela. La había visto en un bar, nada más salir a la calle, pero no podía acordarse de nada más. Solo sabía que nada más verla la había deseado con gran fuerza, con una pasión arrebatada.

A partir de entonces, Ariel tomó una infusión de la raíz cada noche, durante tres semanas, hasta que sus reservas se agotaron. Durante aquellos días maravillosos, uno tras otro, todos sus deseos se hicieron realidad, como por milagro, como si un genio maravilloso estuviera a sus órdenes. Le llamaron para un nuevo trabajo, con un sueldo muy superior, la muchacha que le había abandonado tres meses atrás le volvió a llamar y durmió junto a él varias noches, hablándole de compartir su vida y tener un hijo de ambos, se pusieron en contacto con él antiguos amigos a quienes había echado mucho en falta, le comunicaron la publicación de un cuento que había remitido a una revista dos años atrás, su padre curó de una enfermedad crónica e hizo un viaje inesperado a Islandia, entre otras cosas.

Cuando la raíz estaba a punto de terminarse, Ariel comenzó a buscarla en herboristerías y casas especializadas. Como no consiguió nada, rastreó Internet y acudió, sin éxito, a tiendas de emigrantes magrebíes. Poco después, su suerte empezó a torcerse. Se sentía mal, enfermo y deprimido, como si estuviera atravesando una crisis de desintoxicación. Cada día que pasaba notaba disminuir su energía. Todos le recomendaban que acudiera lo antes posible a un médico, pero él, para sorpresa de sus conocidos, decidió volver a Marrakesh. Una vez allí, recorrió una y mil veces todos los callejones del mercado, sin encontrar la tienda donde había comprado la raíz. Preguntó a todo aquel que encontraba sobre aquel lugar y la misteriosa planta. La gente le miraba con extrañeza e incluso se enfadaba, como si sus preguntas infringieran alguna norma desconocida del Islam. Sin embargo, no intentaban engañarle ni venderle nada. Parecía que en realidad se apenaran de él o que les diera miedo.

Ya de noche, en la plaza de Djemma El Fna, cansado y enfermo, Ariel sintió unas terribles ganas de llorar. Se sentó en el suelo, recogiéndose sobre sí mismo, como un niño que aún no hubiera nacido. En aquel momento se le acercó una mujer bereber, que se ofreció para hacerle un tatuaje de henna en la mano. Ariel la dejó hacer. Cuando finalizó su trabajo, el muchacho pudo ver en su mano un símbolo muy bello, ondulado y hermoso. Intrigado, preguntó lo que significaba. La mujer, muy seria y mirándole a los ojos fijamente le dijo, en un castellano anguloso: "es Hiyya, la serpiente. Está dentro de ti, tienes que sacarla de tu interior o te conducirá en pocos días a la muerte. Estabas condenado. Por eso he ido hacia ti en cuanto te he visto. El dibujo te protegerá como un espejo. No comas ni bebas en tres días, duerme y espera a que Hiyya salga y se vaya por sí sola".

Ariel volvió a su hotel, muy cansado. Veía puntos luminosos que brillaban ante sí, como el aura de una migraña. Después, repentinamente, le empezó a doler la cabeza, de una forma terrible y cruel, hasta que se durmió o tal vez perdió el conocimiento.

Durante tres días vagó por mundos desconocidos. Allí vio a muchos amigos y familiares que habían dejado de existir tiempo atrás y pudo hablar con ellos en un lenguaje sin palabras. Después penetró en un lugar maravilloso, sintiendo una viva corriente de energía que recorría su cuerpo en todas direcciones, como si él no fuera nada, como si su materia no existiera, como si no tuviera cuerpo. Descubrió que aquel era un lugar que late con delicadeza dentro de cada uno de nosotros y del que huimos constantemente en nuestra vida consciente. Ariel reía y lloraba, embargado por una alegría sin sentido, por una emoción maravillosa. Durante aquellos días supo que la soledad no existe, que el universo vive en cada célula, en cada ser vivo.

Tres días después despertó. Empezó a recuperarse, muy poco a poco. El mismo día, con gran esfuerzo, volvió a salir a la calle, delgado, pálido y muy débil. Su teléfono móvil estaba colapsado de llamadas y mensajes, pero Ariel solo quiso hablar con su padre, para que estuviera tranquilo. Pasó varios días deambulando por el centro de la ciudad, comiendo en las tabernas, tomando café y té de menta, charlando con los vendedores y observando a cada una de las personas que recorrían distraídamente la plaza. No buscaba ya nada, no deseaba comprar nada. Sentado en una terraza, volvió a contemplar el tatuaje de Hiyya, la serpiente y le pareció muy hermoso. Deseó que nunca se borrara de su mano, para que pudiera recordar siempre aquellos días. Axira, el final de su vida, se había manifestado ante él y ya no lo temía, pero tampoco iría en su busca.



2010/05/03

UN MAPA DEL ALMA


Simbad the Sailor (Paul Klee)


Jean Laxalt, ilustrador de cuentos infantiles, estableció su residencia en Ciboure, un pueblo del País vasco-francés, buscando un lugar tranquilo, cerca del mar, donde dedicarse a su profesión. Estaba atravesando una época de profunda introspección, ocasionada por la muerte de su mujer en un accidente de tráfico. Durante aquellos días, Jean decidió pintar un cuadro que representara su alma atormentada por la terrible pérdida. Allí estaban, en pequeños espacios de lienzo ocupados por trazos rojos, azules, morados o negros, los recuerdos de su vida, las personas que la habían marcado a fuego, sus momentos de soledad, sus secretos, sus sueños y el terrible presente, desdibujándolo todo con un dolor ineludible.

El cuadro parecía una ilustración naif con elementos expresionistas y de arte abstracto. También podía recordar a una lámina antigua de Brueghel o el Bosco. Cuando su hija Izar, de siete años, vio la pintura, quiso que le explicase cada figura, cada línea, cada rastro de locura, cada gesto apasionado, cada imagen tenebrosa. La niña le pidió que le pintara también a ella de aquel modo, que dibujara un mapa de su alma. Jean la estuvo observando durante varias semanas, escuchando sus conversaciones, mirándola dormir y atendiendo a sus juegos, a sus momentos de rabia, a su odio hacia el mundo por la pérdida de su madre. La pequeña ya se había olvidado del cuadro, y se dedicaba a acudir a sus clases, a jugar y correr por el puerto, a hacer los deberes, a ver la televisión o a tumbarse triste y pensativa, mirando al techo.

Jean pintó el cuadro más hermoso de su vida. Era una visión desgarrada de su hija, tamizada por su amor incondicional hacia la pequeña. Cuando, una vez terminado, se lo enseñó, Izar lo miró un rato, sorprendida y le pidió a su padre que se lo explicara todo, haciendo gran cantidad de preguntas. Luego echó a correr, y no pareció volver a acordarse de pintura. A veces, cuando cruzaba el pasillo donde estaba colgada, se detenía a mirarla durante unos segundos, y volvía otra vez a sus juegos, sus estudios y sus otras ocupaciones.

Izar estudió arquitectura y, ya licenciada, mientras preparaba sus proyectos de trabajo, tuvo que vivir en muchas ciudades, en París, en Malmö, en Split, en Atenas, en Melbourne, en Tokio. Cuando su padre murió a consecuencia de un infarto de miocardio, regresó a Ciboure, y nada más cruzar la puerta de la casa, volvió a ver el cuadro. Le pareció más pequeño que como lo recordaba, pero le emocionó tanto que se lo llevó a Ginebra, donde vivía por entonces. Desde aquel día, en cada nuevo destino esa pintura ha ocupado un lugar preferente de su hogar.

Durante su estancia en Tokio, Izar empezó a practicar la meditación zen. Desde entonces se sienta cada noche, antes de dormir, con los ojos cerrados, ante una pequeña estatua dorada de Buda, y así, muy quieta, penetra en sí misma, se introduce en el flujo de la vida inmóvil, en la agitación incesante del no ser. Después, cuando llega la hora de acostarse, mira al cuadro durante unos segundos y al reconocerse de nuevo en su alma de niña se siente tranquila y sosegada.


2010/05/02

HABITACIONES DESORDENADAS

LUCIAN FREUD (Interior in Paddington)


Anteayer, a las once de la noche, recibí una llamada inesperada. Era una amiga con quien tuve una corta relación en otro tiempo, y que por suerte, no conoce este blog. No, no voy a decir nada malo de ella, ni mucho menos. Tampoco diré su nombre.

Justo acababa de dormirme y mis primeras respuestas, seguramente, fueron monótonas, desganadas, somnolientas, la conversación anquilosada de alguien que ha sido extraído de un mundo extraño y misteriosamente feliz y que solo quiere volver a él, sin ningún deseo de que le saquen de allí a la fuerza para entablar cualquier tipo de conversación.

Sin embargo, la charla duró hasta la una de la mañana. Hablamos un poco de todo, ya que hacía un tiempo que habíamos tenido oportunidad de extendernos de ese modo. Al final, puesto que mi amiga es psicóloga y tiene formación en Gestalt, la conversación derivó hacia esos caminos. Cuando le dije que iba a dedicar esta semana a ordenar mi trastero, que parece haber sufrido la visita de un tornado o un temblor de tierra, me dijo que el que estuviera así era un reflejo de mí mismo, de mi desorden mental.

Vivo solo y, ya que paso muy poco tiempo en casa, había pensado coger una persona para que me hiciera algunas tareas del hogar. Mi piso también suele necesitar un poco de orden y concierto, siempre tengo ropa sin planchar y nunca me acuerdo de limpiar los cristales o las persianas, de dedicarle un tiempo a la terraza, de lanzarles frases de amor a las flores. Siempre he pensado que estas son tareas que debe hacer uno mismo, y ahora, después de conocer esa oscura relación, que ya intuía, entre el desorden de la casa y el propio, creo que tal vez sea un poco injusto contratar a alguien para que te arregle y te limpie las habitaciones desordenadas de tu mente.

Mi amiga también me dijo que últimamente adivina el futuro, que lo presiente. No es que le crea mucho pero aproveché para pedirle que adivinase el mío y ella me contestó que el año que viene tendré una relación muy intensa y apasionada, que incluso puede acabar en boda. También quiero escribir una novela y me dijo que solo lo conseguiré cuando esté enamorado. Ya lo estoy, le confesé, y no escribo una palabra de ningún libro. Además, proseguí, siento como si toda mi inteligencia o mi capacidad de razonar, si algún día las tuve, se hubieran evaporado, como si tuviera el cerebro de un caballito de mar o una sardina.

Hoy, por fin, me he puesto a ordenar el trastero. Quiero deshacerme de cosas viejas, que fueron útiles en su día pero que ya no me sirven, para dar entrada a otras nuevas. Cuando termine ¿se ordenará a la vez, misteriosa y mágicamente, el resto de mi vida?.