2010/05/03

UN MAPA DEL ALMA


Simbad the Sailor (Paul Klee)


Jean Laxalt, ilustrador de cuentos infantiles, estableció su residencia en Ciboure, un pueblo del País vasco-francés, buscando un lugar tranquilo, cerca del mar, donde dedicarse a su profesión. Estaba atravesando una época de profunda introspección, ocasionada por la muerte de su mujer en un accidente de tráfico. Durante aquellos días, Jean decidió pintar un cuadro que representara su alma atormentada por la terrible pérdida. Allí estaban, en pequeños espacios de lienzo ocupados por trazos rojos, azules, morados o negros, los recuerdos de su vida, las personas que la habían marcado a fuego, sus momentos de soledad, sus secretos, sus sueños y el terrible presente, desdibujándolo todo con un dolor ineludible.

El cuadro parecía una ilustración naif con elementos expresionistas y de arte abstracto. También podía recordar a una lámina antigua de Brueghel o el Bosco. Cuando su hija Izar, de siete años, vio la pintura, quiso que le explicase cada figura, cada línea, cada rastro de locura, cada gesto apasionado, cada imagen tenebrosa. La niña le pidió que le pintara también a ella de aquel modo, que dibujara un mapa de su alma. Jean la estuvo observando durante varias semanas, escuchando sus conversaciones, mirándola dormir y atendiendo a sus juegos, a sus momentos de rabia, a su odio hacia el mundo por la pérdida de su madre. La pequeña ya se había olvidado del cuadro, y se dedicaba a acudir a sus clases, a jugar y correr por el puerto, a hacer los deberes, a ver la televisión o a tumbarse triste y pensativa, mirando al techo.

Jean pintó el cuadro más hermoso de su vida. Era una visión desgarrada de su hija, tamizada por su amor incondicional hacia la pequeña. Cuando, una vez terminado, se lo enseñó, Izar lo miró un rato, sorprendida y le pidió a su padre que se lo explicara todo, haciendo gran cantidad de preguntas. Luego echó a correr, y no pareció volver a acordarse de pintura. A veces, cuando cruzaba el pasillo donde estaba colgada, se detenía a mirarla durante unos segundos, y volvía otra vez a sus juegos, sus estudios y sus otras ocupaciones.

Izar estudió arquitectura y, ya licenciada, mientras preparaba sus proyectos de trabajo, tuvo que vivir en muchas ciudades, en París, en Malmö, en Split, en Atenas, en Melbourne, en Tokio. Cuando su padre murió a consecuencia de un infarto de miocardio, regresó a Ciboure, y nada más cruzar la puerta de la casa, volvió a ver el cuadro. Le pareció más pequeño que como lo recordaba, pero le emocionó tanto que se lo llevó a Ginebra, donde vivía por entonces. Desde aquel día, en cada nuevo destino esa pintura ha ocupado un lugar preferente de su hogar.

Durante su estancia en Tokio, Izar empezó a practicar la meditación zen. Desde entonces se sienta cada noche, antes de dormir, con los ojos cerrados, ante una pequeña estatua dorada de Buda, y así, muy quieta, penetra en sí misma, se introduce en el flujo de la vida inmóvil, en la agitación incesante del no ser. Después, cuando llega la hora de acostarse, mira al cuadro durante unos segundos y al reconocerse de nuevo en su alma de niña se siente tranquila y sosegada.