2009/07/26

FOTOGRAFÍAS ANTIGUAS

GEORGE BERNARD SHAW EN MADEIRA


¿Qué nos dicen las fotografías antiguas?. Que salgamos a la calle, que vivamos con avidez, que extraigamos a la vida todo su jugo, ya sea dulce o ácido, que no perdamos el tiempo, que disfrutemos de cada segundo, que entremos una y otra vez en el torbellino de los viajes, de los nuevos amigos, del amor, la alegría o incluso la enemistad, hasta que nuestros cuerpos no sean más que desgastadas imágenes de plata.




En esta antigua fotografía, el escritor irlandés George Bernard Shaw aparece aprendiendo a bailar el tango en los jardines del Reid's Palace Hotel de Funchal, Madeira. Era el año 1925, el mismo en que sería galardonado con el Premio Nobel de Literatura.

Al llegar a Madeira, Shaw recibió la terrible noticia de que su íntimo amigo William Archer había muerto de cáncer. Unas semanas antes, Archer le había escrito una carta en la que le hablaba de la intervención quirúrgica que debía afrontar.

“Mañana me ingresan en el hospital. Me siento optimista porque pienso que tengo muchas posibilidades de salir adelante. Nunca he dejado de admirarte y agradezco enormemente al Destino haberme permitido ser tu amigo. Siempre tuyo, W. A.”

Shaw se sintió desolado al conocer la noticia y durante las seis semanas que duró su estancia en la isla se dedicó a escribir sin descanso, dejando prácticamente a un lado la vida social. Sin embargo, en cierta ocasión decidió acudir a una clase de tango. Su pareja de baile, con quien aparece en la imagen, fue Miss Hope du Barri.

Al dejar Funchal, Shaw regaló a su instructor de danza la foto firmada con esta inscripción: “Al único hombre que me enseñó algo”.



2009/07/17

INICIACIÓN A LA VIDA ASCÉTICA

GRAN CAÑÓN DEL COLORADO


En Cleveland, ciudad situada a orillas del lago Erie, azotada con fuerza inusitada por la reciente crisis inmobiliaria, Julius Hoffman, operario de una empresa de limpieza y reforma de edificios perdió inesperadamente su trabajo. Por aquel entonces Julius pesaba 110 kilos y tenía una tripa prominente, que recordaba a la de una mujer embarazada, debido sin duda a su nula afición por practicar ejercicio y a sus excesos con la comida y la bebida.

Su mujer, Sandra, una hermosa muchacha que, al contrario que Julius, era delgada y de escasa estatura, se pasaba el día sermoneando a su criada hondureña y gastando buena parte del dinero de la pareja en ropa, maquillaje y lencería. Unas semanas después de que su marido fuera despedido lo abandonó de repente, dejando apresuradamente la casa familiar, poco antes de que fuera embargada por impago de la hipoteca. Cuando Julius, a su vez, abandonó la casa, pudo observar que el barrio se estaba convirtiendo en un lugar fantasma, pues eran muchos los que se encontraban en una situación similar a la suya.

Hoffman decidió buscar trabajo en Chicago, pero no encontró una ocupación que le interesase. Después, en una decisión repentina, recordando a los personajes de los libros de Jack Kerouac, sus héroes de juventud, decidió partir hacia California, siguiendo la mítica “Ruta 66”, como hicieron antes Tom Joad, el protagonista de “Las uvas de la Ira” y otros muchos durante la Gran Depresión.

En el camino, Julius contempló violentas tormentas de polvo, visitó poblados indios y criaderos de reptiles. Cerca de Saint Louis fue a ver las cuevas Meramec, donde según decían, se había refugiado Jesse James.

Julius Hoffman atravesó el desierto de Arizona y cuando llegó al Gran Cañón, emocionado, rompió a llorar. Incluso, durante un instante fugaz pensó en arrojarse desde lo alto y acabar con su vida. Le parecía el lugar más hermoso del mundo. Sin embargo, superó la tristeza que lo acompañaba durante los últimos meses como una estela sombría y decidió continuar con su viaje.

Al llegar a California, sin embargo, no fue hacia las playas del sur, sino que se dirigió a una zona boscosa situada al noroeste de San Francisco, donde se instaló en una pequeña casa que alquiló con el escaso dinero de que aún disponía. Tenía en mente iniciar una vida similar a la de Henry David Thoreau, escritor y filósofo que vivió varios años en la naturaleza.

Allí, Julius llevó una vida austera y frugal. Realizaba pequeñas labores de carpintería y mantenimiento de edificios para sus vecinos que le proporcionaban amigos y pequeñas cantidades de dinero. El resto del tiempo lo dedicaba a leer, a escribir y a contemplar la naturaleza.

Su tripa prominente fue desapareciendo poco a poco. Llevaba una alimentación prácticamente vegetariana, hacía ejercicio y meditaba con frecuencia. A veces visitaba a una joven viuda que vivía con sus hijos en una casa cercana. Hablaban del campo, de arte, de filosofía, de viajes, de educación y de los problemas del mundo. De vez en cuando, Julius, se quedaba allí a pasar la noche, abrazado a aquella mujer, como si la vida se redujera a un momento de felicidad pasajera, como si el sexo no fuera más que un abrazo infinito.


2009/07/13

HABITACIONES INTERIORES

NORMAN ROCKWELL (Body building)

Al cumplir 40 años Cesare decidió hacer un viaje introspectivo. Fue en avión desde Roma hasta La Habana y una vez allí se dirigió al hotel que había reservado en Cayo Guillermo, un islote de la costa atlántica de Cuba, no muy frecuentado durante aquella época del año.

Allí, entre baños de sol y de mar, hizo una profunda reflexión sobre su vida. Estaba solo la mayor parte del tiempo, si bien visitaba a menudo los bares y los chiringuitos cercanos, terminando casi siempre en la habitación de su hotel con alguna joven muchacha de la zona, después de pagar unos dólares a los guardas de seguridad.

Se daba cuenta de que estaba completamente solo en el mundo, aunque no le faltaban amigos, pero no creía que ninguno de ellos llegase a arriesgar su vida por él, ni tan siquiera a sacrificar una pequeña parte de su comodidad por ayudarle en el caso de que lo necesitase. Aunque tal vez esto fuera extensible a él mismo y a todos los habitantes del planeta, solteros y casados, padres de varios hijos o personas sin descendencia.

Cesare no tenía novia ni mujer. Tampoco tenía claro que las desease. No envidiaba a la mayor parte de sus amigos casados. Por otra parte, su éxito con el sexo femenino era limitado. Algunas mujeres parecían desearlo, otras, en cambio, lo rehuían.

Desnudo ante el espejo, pensó en lo que él ofrecía a los demás. Su piel era blancuzca, tenía algo de tripa y había empezado a perder el pelo. Tampoco se consideraba un amante excepcional. No tenía dudas de que sus conquistas cubanas estaban con él por mero interés. Se analizó en cada momento del día, en cada movimiento. En cada gesto y en cada frase encontró una razón para la exploración de sus espacios interiores, de las puertas que conducían a los rincones ocultos de su cuerpo y sus sentimientos. Decidió ser implacable consigo mismo, fue descubriendo con una pequeña linterna imaginaria sus cuartos más tenebrosos, sus mecanismos oscuros, sus ideas preconcebidas, sus naufragios.

Pensó que no se parecía en casi nada a aquel que había llegado a este mundo, al Cesare niño que correteaba por el barrio del Trastevere, que había perdido su esencia, lo mejor de sí, por el camino. Era distinto y a la vez idéntico a todos, un cúmulo de pensamientos aprendidos aquí y allá, heredados de otros. No era mejor que ninguno. Si alguien hiciera la prueba de preguntar sobre él a diez de sus conocidos estaba seguro de que casi todos contestarían con indiferencia, con vaguedades, sin gran pasión. Del mismo modo, no había nadie en el mudo que significara gran cosa para él.

Hizo un cálculo de los días que le restaban de vida: alrededor de quince mil, en caso de llegar a los ochenta años, y en lo que le gustaría hacer con ellos. Vivir, salir, disfutar, viajar, conocer gente. Pensó en sus cuentas bancarias. Tenía más dinero del que podía gastar, dado que su estilo de vida no era en absoluto ostentoso.

Transcurridos los quince días de sus vacaciones, en el avión de vuelta, Cesare permanecía serio y reflexivo. Había adelgazado varios kilos y estaba muy moreno. También había hecho mucho deporte, sobre todo jogging y natación, que habían tonificado su cuerpo. Algunas muchachas lo miraban con interés, sin que él se percatase.

De repente, después de tantos días de introspección, empezó a sentir un vivo interés por lo que le rodeaba. Pensó que ya se había observado a sí mismo durante un tiempo suficiente y que, en adelante, su preocupación debía ser descubrir el exterior, el mundo que le rodeaba, sus paisajes, sus sonidos, sus objetos, las otras personas. Debía hablar menos y escucharles, observarles y sentir que estaban a su lado, como si él no fuera más que un continente vacío a través del cual cruzaban ráfagas de aire.


2009/07/08

LA EMPERATRIZ DE LA CALLE DEL LOTO

JEAN JAMSEN (Ballerine jambes croisées)


La Emperatriz de la Calle del Loto lleva una vida sumamente discreta. Va a todas partes caminando, no tiene cochero, guardaespaldas ni mayordomo, y viste con la sencillez de una pensionista pobre o de una marchita empleada de mercería.

Pasea siempre de incógnito para que nadie la reconozca, aunque tal vez el incógnito sea su verdadera naturaleza. Su reino se muestra, como ella, cauteloso y discreto. Al llegar a la Calle del Loto, es difícil que los viajeros perciban que aquel es un territorio distinto, un país independiente, pues nadie les detiene a la entrada o les pide sus visados. Solo pueden ver dibujada en algunas fachadas y cristaleras una flor de loto que identifica la calle como un sello imperial.

La Emperatriz va y vuelve varias veces al día, cargada con la compra, de vuelta del dentista o del podólogo o sale simplemente a pasear, casi siempre sola, juntándose con cualquiera de sus súbditos a quien no le parezca una osadía o una pérdida de tiempo conversar con la realeza. Otras veces, sin embargo, deambula entre otros muchos que no saben que son los ciudadanos de un país desconocido por los geógrafos y los mapas.

La Emperatriz tiene un miedo atroz a las tormentas. Nació en una lejana noche de truenos y relámpagos, según le contaron sus padres, exilados por viejas revoluciones. Está convencida de que una de ellas, igual que la trajo al mundo, también se la llevará.

A sus ochenta años, la Emperatriz de la Calle del Loto piensa que su cuerpo cansado no aguantará mucho más, pues se fatiga mortalmente y su sangre azul se mueve con dificultad por sus piernas. No soporta tampoco la ausencia de su esposo, el antiguo emperador, muerto en un lejano duelo de espadas, y de sus hijos, príncipes y princesas terriblemente ocupados para pasar siquiera un instante a visitarla. Así, entristecida y sola, sin una sola dama de compañía que la consuele, guarda con celo su incógnito y su pena hasta el día en que la tormenta llegue a recogerla.