2008/12/25

LA ARISTOCRACIA DEL CORAZÓN

POLLUELOS EN UNA TORMENTA DE NIEVE

La aristocracia del corazón no cotiza en bolsa ni preocupa a los brokers, a los ejecutivos o a los dirigentes políticos. En el ránking mundial de valores ocupa el lugar maldito de las frases hechas y las buenas intenciones sin precio de mercado.

Quienes la practican no desprecian el valor del dinero, pero tampoco sacrifican su vida por él ni son capaces de actuar con usura o ventaja para conseguir beneficios. Saben que todo en la vida es fugaz y que son muchas las cosas que no se pueden comprar. Practican extraños ejercicios de altruismo y generosidad para intentar transformar su pequeño mundo, pues saben que en realidad no son dueños de nada, pues lo que poseen hoy no será suyo por mucho tiempo.

Aristócratas del corazón trabajan en las residencias de ancianos, en las administraciones públicas, en los supermercados, en la construcción de edificios, en las cárceles o en las industrias de armamento, en los quirófanos y en las salas de moribundos o son vagabundos o aventureros sin hogar conocido. En esos cometidos desempeñan a menudo funciones perversas o carentes de lógica, encomendadas y supervisadas por otros, pero las hacen distintas con su sola presencia, como druidas que practican sortilegios con briznas de hierba.

Creen en la belleza del mundo, en el equilibrio de las especies y las razas, en la infinita variedad de los colores, en las múltiples caras del Tao, en la bondad y en la crudeza inmisericorde de la vida, en la justicia y en los rayos de luz que, en las situaciones más difíciles, consiguen filtrarse entre la niebla.

Los aristócratas del corazón no se reconocen como miembros de esta estirpe distinguida. A menudo se ven a sí mismos como simples plebeyos desastrados, y ceden el paso ante los que creen ser marqueses, duques o príncipes, tratándolos con amabilidad y respeto, como los caballeros secretos de una humilde orden de magos.

2008/12/17

ZOHRA

CAROL BLOCK (Blowing Bubbles)

Desde hace unos años, la vida de Zohra es un juego alegre, casi sin interrupción, a la espera de que el juguete, ella misma, caiga definitivamente y se haga trizas contra el suelo.

Zohra tenía solo veinte años cuando se casó. Tuvo un hijo, Kalu, y poco después se separó. La muchacha intentó encontrar nuevamente un hombre que diera sentido a su vida. Hoy, desengañada, cree que es inútil buscar la razón de vivir en otra persona. Conoce hombres, comparte sus camas, sus momentos de felicidad y sus preocupaciones, llega a vivir con ellos, y tras un tiempo, rompe la relación e inicia otra nueva con alguien que consiga prender en sus ojos un destello de alegría.

Zohra nunca ha dejado de trabajar. Pasó quince años como ayudante en una oficina de arquitectura, hasta que, de repente, decidió abandonarla. Hoy, a los 42, cambia frecuentemente de ocupación. Así conoce gente distinta y explora las múltiples aristas de la antigua maldición bíblica que nos condena a tener que buscar el sustento.

Mientras Kalu era un niño Zohra apenas pudo viajar. Hoy hace cinco o seis viajes al año. Ha estado en Bostwana, en Irán, en Nicaragua, en Nueva Zelanda. Conoce Nueva York, Varsovia, Helsinki, Calcuta, Atenas e infinidad de otras ciudades de varios continentes. Practica el montañismo, y asciende las cumbres más altas de cada país que visita. También le gusta el mar y el buceo. Recorre las islas del Mediterráneo, Corfú, Creta, Malta, Chipre o Cerdeña, pero rara vez regresa a un mismo lugar.

Zohra ha descubierto aficiones perdidas, placeres desconocidos. Acude a bailar, toca música, lee, colecciona amigos de todo el mundo. Cree que cualquiera que conoce le supera en algo. Es cierto que hay personas perversas, enmarañadas o esquivas. A esos los deja de lado. Pero una mayoría de la gente es cooperativa y de buenas intenciones. Zohra lucha por mantener el contacto con ellos, por tejer una red de amistades indestructibles con los seres que han pasado por su vida y le han ayudado a construir su destino, a pesar de que a veces se encuentren separados por miles de kilómetros, y recibe frecuentemente postales, cartas, correos electrónicos o llamadas inesperadas.

En cualquier momento, en un aeropuerto perdido, en mitad de su jornada laboral, caminando por la calle o en brazos de un nuevo amante, su vida terminará. Entonces el espíritu de Zohra tal vez vuele, conducido por pequeños pájaros blancos, al lugar de donde llegó al mundo, a un lejano país sin dolor, a un universo hermoso y transparente.

2008/12/03

HUELLAS DE PÁJARO

ÁLVARO REJA

Genji mira a todos con ojos aviesos, como si buscase la oportunidad de devolver antiguas ofensas. Cuando camina, deja huellas de pájaro en el piso de su calle, en las tiendas, en los cuartos que recorre cada día, en las casas de sus conocidos, en los bares, en los lugares de apuestas y citas clandestinas.

Cada vez que descubren sus huellas muchos pierden el tiempo tratando de averiguar qué clase de pájaro fue a visitarlos o a qué especie animal, aérea, acuática o terrestre pertenece ese muchacho extraño.

Días después, en la habitación número nueve del burdel que visita con frecuencia aparece el cadáver de un hombre. Huellas de pájaro vienen y van desde el cuarto donde acudía en busca del amor o el destino. Las muchachas recuerdan los extraños pasos de Genji y acuden a denunciarlo. En el patio de su casa de tejados rojos, situada en una de las calles más oscuras del puerto, los gendarmes lo interceptan, acusándolo del terrible crimen.

Él permanece mudo. Su abogado exhorta a la razón del jurado, formado por devotas esposas y por hombres que visitan secretamente los prostíbulos. “Hay muchos hombres y mujeres que dejan a su paso huellas de pájaro”, argumenta el letrado, “hay entre nosotros hombres-búho, cárabos, azores, vencejos, mujeres-urraca. Las huellas por sí solas no son prueba suficiente para decidir con justicia”.

Muchos quieren que muera, pero al final se condena al muchacho a diez años de exilio. Un avión militar lo traslada a una isla abandonada del Atlántico, muy cerca del Trópico. Genji aprende el idioma de los nativos. Una mujer de la isla le pide que sea su hombre y que viva con ella. Construyen una chabola junto al mar donde crecen sus polluelos, niños indígenas de ojos escrutadores y abiertos, con pequeños pies de pájaro.

La mirada aviesa de Genji se vuelve dulce y cariñosa. Cuando, transcurrido el tiempo de su pena, vuelve un avión a buscarlo habla en voz baja con los guardias. Les dice que no quiere regresar al lugar que hechizó su infancia y envenenó su mirada. Poco después, desde su humilde hogar, observa feliz como el aeroplano alza el vuelo, dejando diminutas volutas de fuego sobre el mar.