2009/11/10

LA ISLA DESIERTA

LA PLAYA KOVALAM EN KERALA (INDIA)


Cuando Jean Harispe, un viejo capitán de barco de Ciboure y los once hombres que lo acompañaban llegaron a la Isla Desierta no encontraron en ella a nadie. Tan solo la recorrían lagartijas y pequeñas aves. Sin embargo, su vegetación era muy variada: castaños, laureles, rododendros, digitales, hortensias, frutales silvestres y una gran variedad de arbustos y flores.

Con el tiempo, la primera comunidad de la isla se fue ampliando con la llegada de nuevos aventureros: franceses, españoles, holandeses, negros traídos por la fuerza desde África y jóvenes esclavos bereberes, que compartían sus vidas con diversos animales, sobre todo perros, asnos y caballos. Muchos que buscaban riquezas se fueron al no encontrarlas. Quienes escapaban de su vida anterior también acabaron marchándose, pues tuvieron las mismas dificultades que en sus lugares de origen, ya que su pasado viajaba siempre con ellos.

Junto a aquellos viajeros llegó a la Isla Desierta Jesús Abín, un fugitivo, un emigrante político. Abín era escritor sin suerte y activista de izquierdas. Había escapado de la cárcel en España, pagando una elevada cantidad de dinero como pasajero secreto en un barco que hizo escala en la isla, camino de la costa africana.

Jesús llegó hasta aquel lugar abatido y triste, delgado y enfermo por las privaciones, las torturas y el terror que había sufrido a manos de la policía y los guardias de prisiones. Al principio recorría los muelles y sus tabernas buscando con avidez noticias de sucesos políticos, de revoluciones o algaradas. Poco a poco, sin embargo, se fue olvidando de todo ello. Compró una casa en las afueras y se fue a vivir con una chica mulata, hija de esclavos, con la que recorría los muelles al atardecer, agarrando fuertemente su mano y con la que se entregaba a exaltadas noches de amor.

Jesús Abín escribía sin parar, rodeado de los hijos que poco a poco fueron viniendo, que trataban constantemente de robar su atención. Los temas de sus escritos, llenos al principio de un ardor turbulento, se fueron sosegando. Fueron virando, muy poco a poco, de la opresión capitalista y las maldades de un sistema represor al amor a la naturaleza, a los montes y las grandes cascadas, al aire azulado, al océano, a su mujer y sus hijos, a los buenos compañeros que le proporcionó la vida, a su amigo interior.

Años después, ya viejo, sin haber vuelto jamás a su tierra, apenas la echaba en falta. Tampoco pensaba en la lucha de clases. Absorbido por las tareas diarias, no tenía tiempo para revoluciones ni para nostalgias. Solo escribía cortos poemas de amor y el resto del tiempo se dedicaba a labrar la tierra y a hacer surcos en la dura piedra para que el agua llegase a sus humildes sembrados.

De noche, a la luz de la luna, que se recortaba sobre el mar, Jesús miraba a su mujer, no tan bella como entonces, pero una parte esencial de su vida, un pedazo de su mismo cuerpo, un espíritu de las estrellas que había decidido posarse en la Isla Desierta y no apartarse jamás de su lado.