2010/02/28

FOTOGRAFÍAS DEL CICLÓN


HURACÁN "RITA" EN EL MALECÓN DE LA HABANA


Justo el día anterior a nuestra partida, una llamada telefónica nos informó de un contratiempo inesperado. “Está previsto que una tormenta tropical atraviese la zona central y norte de Cuba en los próximos días. En esas condiciones os recomendamos que no viajéis a la isla”, nos dijo la muchacha de la agencia. Después nos dio a elegir entre devolvernos el dinero que ya habíamos pagado o realizar un viaje alternativo a Cancún, donde no estaba previsto que alcanzasen los vientos del temible huracán.

Hablé con mi amigo y a pesar de la advertencia, aprovechando que aún no se había suspendido ningún vuelo, decidimos continuar con el viaje. Nuestra intención inicial era pasar unos días en la costa, buceando y tomando el sol, entre Cayo Coco y Cayo Guillermo, justo en el lugar donde estaba previsto que pasase el centro de la tormenta. Según mi amigo el viaje era ahora mucho más interesante que al principio. Era más tentador, según él, vivir la aventura apasionante de un ciclón que pasarse una semana al sol, bebiendo mojitos.

Cuando llegamos al aeropuerto de La Habana era de noche y hacía bastante calor. No se movía una brizna de aire. En la aduana, para mi sorpresa, apenas nos registraron. Salimos y fuimos a reservar un coche, para salir al día siguiente, temprano, hacia nuestro destino. El encargado de la agencia estatal de vehículos de alquiler nos engañó, a buen seguro, con el precio desmesurado del pequeño automóvil, con el seguro e incluso con la gasolina del depósito, por la cual nos cargó el doble de lo que pagamos en cualquier otra gasolinera a la que acudimos a repostar durante el viaje.

Pasamos esa noche en el hotel Habana Libre, donde, según había leído en algún lugar, intentaron envenenar a Fidel con un helado de chocolate. Al día siguiente partimos hacia los Cayos. Nos equivocamos varias veces de camino y fuimos cogiendo, en sucesivos tramos, a varios cubanos que hacían “botella”, incluido un policía de tráfico.

Llegamos a Cayo Coco casi seis horas después. Llovía ligeramente. Salimos a pasear por la playa. Se había levantado una brisa impetuosa y los trabajadores del hotel colocaban defensas en las zonas más vulnerables de los edificios turísticos. Solo quedaban treinta o cuarenta clientes, que paseaban en bermudas y miraban al cielo con temor, sin duda atrapados aquí hasta su vuelo de vuelta.

El ciclón llegó un día después, de un modo gradual. Fue una sensación impresionante, incluso aterradora. Parecía que de un momento a otro los muros caerían sobre nosotros, sepultándonos entre agua, maderas, ramas y cascotes. Algunos tejados habían volado literalmente y las instalaciones estaban anegadas de agua. En los momentos en que el vendaval amainaba ligeramente salíamos a la calle, cubiertos con chubasqueros y sacábamos fotografías de los árboles inclinados o arrancados por la tormenta, de las olas gigantescas, de las aves muertas sobre la playa y de algunos objetos livianos que pasaban, arrastrados por el fuerte viento, a la altura de nuestros ojos.

Llegábamos a la habitación mojados hasta los huesos. Pasábamos horas sin luz, encerrados en el cuarto o en los lugares comunes más seguros del hotel. Los empleados, acostumbrados a la furia desatada de los mares del Caribe se reían de nuestro miedo y nos hacían constantes bromas.

Cuando pasó el ciclón permanecimos unos días más en aquel lugar. Paseábamos por la playa e íbamos a bucear en compañía de dos bailarinas del hotel, que apenas tenían trabajo por la falta de clientes. Fueron los mejores instantes de las vacaciones. Las playas estaban llenas de árboles, ramas y objetos de todo tipo arrastrados por el viento y el mar. Una tarde, mi amigo me hizo un gesto, señalando a la muchacha que le acompañaba. Tuve que abandonar durante dos noches la habitación que compartíamos, pero la otra muchacha me invitó a su cuarto, mucho más sencillo que el nuestro. Era morena y de pelo ondulado, que habitualmente recogía en una coleta. Tenía además, un cuerpo delgado y fibroso, producto sin duda, de la gimnasia y la danza. Curiosamente, era licenciada en una extraña carrera que mezclaba el baile y la religión afrocubana. El día de nuestra partida, de un modo muy discreto, la muchacha me pidió una ayuda económica. Evidentemente, no se había enamorado de mí.

Apenas hablamos en el avión de vuelta. Mi amigo, exhausto, vino dormido casi todo el tiempo. Yo no presté atención a las películas ni a las azafatas. Lentamente, fui repasando una y otra vez, en mi cámara digital, las fotografías del ciclón, hasta que también me quedé dormido.