2010/04/29

DIENTES DE TIBURÓN




Raúl Salitre regaló a Esma, la muchacha que pretendía, un diente de tiburón. En la pequeña aldea del Caribe donde ambos habían crecido aquella era una señal inequívoca de cortejo y deseo inaplazable, y ella así lo entendió.

La muchacha no lo dudó un instante. Quería a Raúl desde que era una niña. Esa noche durmieron juntos en la playa, y ya no supieron separarse más. Se casaron en una iglesia de colores muy vivos, al borde de un mar donde llegaban a desovar las tortugas y donde aguardaba su salida del agua un jaguar desorientado en busca de sustento.

Después de la cena, una banda de muchachos mestizos tocó ráfagas de ritmos calientes. Salitre y su nueva esposa bailaron cumbias, salsas y vallenatos hasta muy entrada la noche, y después desaparecieron hacia algún lugar donde no les conocieran ni les buscaran.

Nadie los vio hasta muchos días después. Anduvieron entre el norte y el sur, siempre cerca del océano donde vivían las tortugas y los tiburones y donde habían nacido, millones de años atrás, todos los animales y todas las razas de hombres. Durmieron en las antiguas ciudades de los indios, contemplaron los viejísimos volcanes, subieron pirámides y observatorios astronómicos, anduvieron a caballo y se bañaron en cenotes sobre los cuales caían violentas cascadas.


Esma piensa que el diente de tiburón la protege y le da fuerza para soportar las adversidades, que nunca tardan en llegar. Por eso lo lleva anudado en su cuello a todas horas.

Años más tarde lo seguía llevando cuando nacieron sus tres hijos y cuando a su marido lo volteó una mantarraya. En su propio lecho de muerte, víctima de una fiebre abrasadora, Esma no apretó en su mano un rosario o un crucifijo, sino el diente de tiburón que un día le regaló Raúl, para que la acompañase y protegiese en su tránsito más difícil.